Bob, Florence y Ana Arrabé nos dieron una cálida bienvenida y toda una serie de explicaciones, que una hábil traductora iba interpretando para quienes no entendían el inglés. Entre otras cosas, nos aclararon que lo del silencio no hacía falta seguirlo a rajatabla: si en algún momento necesitábamos comunicarnos (“¡Fuego!”), podíamos hacerlo. Pero la idea era retirarnos del mundanal ruido, incluida la interacción con los demás, en la medida de lo posible. También tendríamos varias sesiones durante la semana para compartir experiencias y preguntas, tanto en grupos pequeños como en sesiones individuales con Bob y Florence. Todo esto me tranquilizó bastante.
Finalmente, tras una “última cena” en la que aun se nos permitía soltar la lengua libremente, volvimos al salón circular para iniciar el silencio.
—Venga, que os vaya muy bien— susurré a un par de amigas a pocos segundos del momento crítico.
Fue entonces, al sentarme sobre mi cojín de meditación y mirar a mi alrededor, cuando me entró un vértigo tremendo. Pero ¿en qué me he metido? ¿Estaré loco? ¿Cómo voy a sobrevivir una semana en silencio total? ¡Socorro!
Ya era demasiado tarde para tirarme atrás.
Bob y Florence sonaron una campana que marcó, oficialmente, el inicio del retiro. Después de una hora de meditación en grupo, sonaron una segunda campana y volvimos cada uno a su habitación. Todos y todas calladitas a la cama. Como si nos hubieran castigado.
Los dos primeros días: el infierno
No dormí muy bien, entre los nervios, los muelles del colchón, y los ruidillos (y aromas) de mis cinco compañeros de habitación. Pero me desperté con cierta ilusión por el inicio de esta aventura, y disfruté bastante de la ducha, el paseo al alba por los jardines de Amalurra, y la primera meditación en grupo.
El desayuno, en el que solo se escuchában los tintineos de cucharillas y platos, el arrastrarse y crujir de sillas, el sorber y derramar de líquidos en tazas, tuvo momentos maravillosos. Sin duda resultaba un poco incómodo, artificial, raro de narices, eso de comer rodeado de gente sin poder mirarse, sin compartir sonrisas, sin… hablar, caramba. Pero por otro lado, suspender la palabra me permitió saborear a tope cada bocado de tostada crujiente y jugoso gajo de naranja.
Lo duro vino después. Al cabo de las horas. La agenda para el día básicamente consistía en alternar sesiones de meditación sentada con períodos de “caminar consciente”. Este último ejercicio consiste en dar unos 5-10 pasos, concentrándote en las sensaciones del caminar, darte la vuelta, y caminar otros 5-10 pasos. Así durante media hora, hasta la siguiente meditación sentada. En algún momento del día se nos ofrecía, como gran novedad, una sesión de yoga. Y por la noche, una charla sobre los fundamentos filosóficos del Mindfulness.
Mi mente comenzó a rebelarse en serio a primera hora de la tarde. Ya habíamos meditado, caminado, meditado y caminado, toda la mañana. Y después de la comida, vuelta a empezar.
—¿Nos sentamos a meditar… OTRA VEZ? ¿¿Vas en serio??
La voz no provenía de fuera, evidentemente, sino de dentro. Literalmente escuché esas palabras en mi cabeza. Y muchas, muchas más, tanto de esa vocecilla como de otras. Toda una cacofonía de voces, de hecho. Que cada vez se iban desesperando con mayor descontrol y furia.
—No. Basta ya, por favor… Que me da algo. ¿Cuánto queda aun? ¿Toda la tarde así? ¿Y mañana lo mismo? ¿Y pasado? ¿¿TODA UNA SEMANAAAA??
Era como si mi craneo se hubiera convertido en un coche lleno de niños quejándose, llorando, gritando y revolviéndose en sus asientos, en un atasco interminable de Operación Retorno en Agosto, y para colmo con el aire acondicionado roto. La tentación de levantarme y largarme de ahí se me presentaba una y otra vez. Excepto que había venido hasta el Centro Amalurra, perdido en medio de la campiña vasca, en un coche que no era el mío. ¿Cómo pretendía volver a Madrid? Además, había venido para esto, ¿no?
De vez en cuando abría los ojos y echaba alguna miradita a mi alrededor. Las otras 50 personas seguían ahí, sentadas, rígidas e inmóviles. Parecían sumidas en una calma beatífica. ¡Malditas! Había que aguantar como sea. Eso es lo que me repetía una voz más severa y paternal que a veces trataba de competir con el coro de niños llorones del coche atascado.
—Aguanta, Eduardo, ¡aguanta! Lleva la atención a la respiración… a la inhalación… a esa sensación leve del aire que…
—Sí pero… ¿¿OTRA VEEEEEZ??
Así durante minutos, y más minutos, y cuartos de hora, y horas enteras, que se derramaban sobre mi cuerpo, lentas, densas y pegajosas como el asfalto fundido de todas las carreteras radiales de España.
—Me voy a volver loco —comenzaba a advertirme a mí mismo. Y lo peor era el temor, creciente, de que realmente no iba a poder con ello, y que la meditación no era para mí, que no tenía la fuerza, o el talento, o los recursos necesarios para convertirme en ese profesor de Mindfulness que quería ser.
Me había metido en una pesadilla. Una pesadilla sin fin. Bueno, con fin, pero un fin que parecía increíblemente lejano: ese viernes que llegaría tras el sábado, el domingo, el lunes, el martes, el miércoles y el jueves.
Un oasis de palabras
Conseguí aguantar, sí, hasta la cena. Y después de la cena (¡al fin!) llegaba la charla de esa noche, que pronunciaría Bob Stahl. Me pareció un oasis de palabras al final de aquella travesía por el desierto del silencio. Mil veces más apasionante que cualquier serie de Netflix o HBO.
Bob es un hombrecillo encantador y risueño con cierto aire a David el gnomo. De hecho había vivido 8 años en el bosque, rodeado de gigantescos sequoias, como monje zen en un monasterio californiano. Condimentó su discurso filosófico con poemas, historietas personales y buenas dosis de humor. Puedes comprobar su estilo en el siguiente vídeo, en el que cita a Yoda para hablar de como “vivir sabiamente en tiempos de incertidumbre”. Si sabes algo de mi pasión por lo jedi, entenderás por qué Bob me cae tan bien.