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Lo que nadie te contó sobre el yoga

Lo que nadie te contó sobre el yoga

Solemos creer (porque así nos lo han contado) que las posturas del yoga son «asanas» milenarios cuyos orígenes se remontan a la época de los sabios rishis: Trikonasana (“el triángulo”), Bhujangasana (“la cobra”), Adho Mukha Svanasana (el “perro boca-abajo”), y así hasta 84 o incluso 84.000 según dicen. Ya sólo escuchar esos nombres en sánscrito inspiran reverencias a aquellos hombres y mujeres de la antigüedad que, después de sus largas meditaciones en las cuevas del Himalaya, y justo antes de ponerse a escribir algún verso inspirado de los Vedas (los primeros textos sagrados del hinduismo), sin duda fluían con los movimientos del Saludo al Sol puntualmente al amanecer. Yo que llevo 25 años practicando el Hatha Yoga y 20 enseñándolo también me imaginaba hasta hace poco algo por el estilo.

Pero ¿es cierta esta bella leyenda?

Hmmm…

Como dicen en Hollywood (y supongo que también en Bollywood) la historia se “basa en hechos reales”. Pero en definitiva el cuento del yoga milenario es un mito, un ejemplo temprano del fake news, un claim de marketing que impresiona y fascina pero que no superaría el más mínimo control de veracidad. Se parece a la trola trendy de esa “sal rosa” que (al igual que el yoga) supuestamente viene del Himalaya.

¿Que no la tienes en tu cocina? ¡Por favor, no puede faltar en la mesa de ningún foodie que se precie! Sin embargo, los nutricionistas advierten que la sal rosa no es “más saludable” que la blanca de toda la vida (es más “natural”, sí, pero como la sal marina virgen). Los muy aguafiestas aseguran que hay que seguir empleando el salero con la moderación de un rishi. Además, para colmo… ¡la sal rosa ni siquiera viene del Himalaya!

Pero es que impresiona mucho esa asociación de la sal y el yoga con las montañas más colosales del planeta, bañadas nada menos que por el “sagrado” Río Ganges. ¡Menuda desilusión descubrir que los cristales rosados que espolvoreas sobre tus ensaladas en realidad se importan del Pakistan, a mil kilómetros del Everest! O que muchos supuestos asanas yóguicos se inventaron en Estocolmo

¿¿CÓMO QUE EN ESTOCOLMO??

Espera un momento, que nos estamos precipitando. Primero tendré que definir un poco mejor de qué estamos hablando realmente…

¿Yoga? ¿Qué yoga?

Antes de nada, quiero aclarar que me CHIFLA el yoga postural, ese que suele denominarse Hatha Yoga con sus numerosas variaciones: Ashtanga, Iyengar, Vinyasa, Yin, Anusara, Bikram… Si conoces mi libro Yoga a la siciliana, cuyos capítulos se titulan como los asanas más conocidos, lo sabrás. No pasa ni un día sin que dedique algún rato a colocarme en diversas posturas de estiramiento y equilibrio. Mis vecinos, que de vez en cuando me pillan delante del balcón de mi piso in fraganti, lo podrán atestiguar. Una de las primeras palabras que pronunció mi sobrino Dario, al ver a su tío Edu equilibrado sobre su cabeza, fue “yoba”.

¡Menos mal que me apunté, en 1998, a mi primera clase en el Himalayan Yoga Institute (el fundador de esta escuela, debo aclarar, realmente nació y se formó en el Himalaya)! Yo a los 23 años tenía la espalda tan fastidiada que sufría los achaques de un cincuentón gracias a mi vida sedentaria y una alergia aguda al deporte que padecí desde pequeño. Ahora, con cincuenta años cumplidos, puedo presumir de haber conquistado la espalda de un veinteañero un poco enclenque pero relativamente sano. A lo largo de estas tres décadas el yoga me ha permitido mantener el cuerpo en forma a pesar de seguir dedicando demasiadas horas a la terrible “Postura del Despacho”. ¡La misma que estoy adoptando ahora, mientras preparo este post!

Aun más importante, esta disciplina física fue mi puerta de entrada a la filosofía oriental y sus prácticas contemplativas. Al adoptar los asanas, primero en el Himalayan Institute y luego en las escuelas Sivananda y Satyananda, aprendí a prestar atención a cada postura, a cada parte del cuerpo, a cada etapa de esfuerzo y de descanso; a prestar atención DE VERDAD, con interés y curiosidad, sin juzgar la experiencia, abriéndome a sensaciones agradables y desagradables; tratando de sonreír y no insultar al monitor cuando alargaba el estiramiento más de lo debido, y luego algo más, y otro poquito más, y más y más y más y MÁS. En otras palabras: aprendí a practicar eso que últimamente llamamos Mindfulness y que los gatos hacen de forma tan natural: estar en lo que estás.

Esta presencia abierta se entrena en todas las prácticas contemplativas, desde las artes marciales, el tai-chi o la caligrafía japonesa hasta la meditación sentada que acabé integrando en mi rutina diaria. En el Hatha Yoga es una de las claves. ¿Qué distingue una sesión yoguica de una vulgar tabla de ejercicios? Precisamente esto: la unión entre la consciencia y el cuerpo. El propio vocablo sánscrito “yoga” suele traducirse como “unión”. De hecho, está emparentado con palabras como “yugo” y “yuxtaposición”.

El verdadero yoga del Himalaya

La palabra “yoga” sí que aparece en los Vedas y otros antiguos escritos de Oriente. Se refiere a la unión de todo lo que compone al ser humano, incluido (según la filosofía hiduista) su aspecto divino. A menudo se refiere también a otras ventajas que proporciona esta unión, como el control (que también proporciona un “yugo”) sobre los bueyes tozudos y rebeldes de la mente y el cuerpo. 

Entre todas estas ventajas, el objetivo último al que apuntaban los rishis es la posibilidad de alcanzar una visión clara de la realidad, un estado de liberación del sufrimiento y de dicha absoluta, una verdadera “unión con el todo” que según diversos exploradores avanzados del mundo interior (y no solo los yoguis de la India) puede alcanzarse mediante las prácticas contemplativas. En definitiva, se trata de un asunto bastante ambicioso que probablemente no vayas a alcanzar haciendo el Saludo al Sol mañana por la mañana, por bonito que sea el alba. Aunque bueno… ¡nunca se sabe!

Algunos ejemplos del uso de la palabra «yoga» en textos con alrededor de dos milenios de antigüedad:

  • «No hay placer ni sufrimiento para alguien que se hace uno con su cuerpo. Eso es yoga.» Vaisheshika Sutra 5.2.16
  • «Esto, el sujetar firmemente los sentidos y la mente, es lo que se llama Yoga.» Katha Upanishad 6.10
  • «Abandona todo apego al éxito o al fracaso. Esa clase de ecuanimidad se denomina yoga.» Bhagavad Gita 4.48

Los 4 caminos clásicos del yoga

Dentro del hinduismo se desarrollaron distintos “caminos” para ir avanzando hacia esta unión del yoga. Las tres vías más tradicionales son:

  • Bhakti yoga (yoga devocional): ritos, oraciones, cantos y otras formas de adorar a alguna de las múltiples divinidades que representan aspectos de Brahman (la realidad última, que según la filosofía Advaita Vedanta consiste en la totalidad indivisible de todo el universo).
  • Karma yoga (yoga de la acción desinteresada): dedicación altruista de los talentos y el conocimiento a distintos ámbitos de la vida y la sociedad.
  • Jnana yoga (yoga del conocimiento): búsqueda de la verdad mediante la meditación, la lectura, la interacción con un maestro y otras prácticas ascéticas.

¿A que no las ofrecen en tu gimnasio de la esquina? Pero quizás ahora entenderás por qué a Mahatma Gandhi se le consideraba un gran yogui a pesar de que nunca se le vió adoptando la postura de la cobra o el cuervo.

Una cuarta tradición te sonará más: Ashtanga Yoga. Sin embargo, más allá del nombre, tampoco tiene mucho que ver con ese Ashtanga Yoga tan dinámico que encontrarás en tu centro de fitness. El Ashtanga Yoga originario (también conocido como Raja Yoga) se basa en los Yoga Sutras de Patanjali, compuestos hace unos quince o veinte siglos pero prácticamente olvidados hasta el XIX, cuando el monje y filósofo indio Swami Vivekananda revivió el interés en este antiguo texto. En los Yoga Sutras, Patanjali incluye “asana” como uno de los ocho pasos para conseguir la “unión” del yoga (“ashtanga” significa, literalmente, “ocho miembros” o “partes”).

¡Ajá! ¡Asana! ¡Por fin! Cuando aprendí a realizar “la cobra”, “el triángulo”, el “perro boca abajo” y todas esas posturas tan conocidas del yoga, los maestros siempre me citaban como fuente a Patanjali. Sin embargo, si consultas el texto de sus Yoga Sutras verás que lo único que dice de «la postura» (en singular) es que debe tener las cualidades de firmeza y comodidad. ¿De qué postura hablaba? Pues de la clásica postura de meditación, claro está, porque en el resto del libro no habla de otra cosa. Según el método de Patanjali, más sistemático que las tres vias clásicas del yoga, los pasos a seguir para alcanzar la «liberación» tienen poco que ver con estirar el cuerpo:

  • Yama y Niyama: normas éticas como la honestidad, la austeridad, el respeto o la no-violencia
  • Asana: postura firme y cómoda (sentada)
  • Pranayama: control de la respiración
  • Pratyahara: control de los sentidos
  • Dharana: concentración en el objeto de meditación
  • Dhyana: inicio de la unión entre el observador y el objeto
  • Samadhi: unión total y duradera entre el observador y el objeto

Entonces… ¿de dónde vienen los asanas (¡en plural!), si no es de los Yoga Sutras, ni de los Vedas, ni del dichoso Himalaya?

En mi próximo post podrás leer la conclusión de este fascinante misterio, que como los thrillers novelescos más populares de los últimos años, nos llevará hasta los oscuros y fríos países nórdicos.

Si quieres una pista y no te asustan los spoilers, puedes consultar este vídeo de un sistema sueco de gimnasia inventado hace mas de dos siglos. 

¿Qué diría Lisbeth Salander?

Thich Nhat Hanh sigue con nosotros

Thich Nhat Hanh sigue con nosotros

El 22 de enero nos dejó el maestro zen, poeta y activista vietnamita, Thich Nhat Hanh. Si no conoces la vida y obra de este inspirador personaje, llamado a veces el «padre del mindfulness,» te animo a que visites la web del Plum Village, el centro que fundó en Francia, o te leas alguno de sus libros, como El milagro del mindfulness, o Mi casa es el mundo.

Nhat Hanh una de las principales influencias sobre Jon Kabat Zinn, escribiendo el prólogo de su primer libro, Vivir con plenitud las crisis. Su forma sencilla y cotidiana de explicar la práctica contemplativa puede resumirse en estas palabras suyas: «Cuando comes, come. Cuando caminas, camina». A mí me inspiraron tanto que las convertí en el punto de partida de las enseñanzas de Sibila, la gata sabia de mi novela Conversaciones con mi gata.

Pero… ¿nos dejó realmente? Nhat Hanh solía decir que nada nace de la nada, y nada desaparece del todo. Tal cosa, si nos fijamos, es imposible. Lo que sucede, en realidad, es que todo se transforma, como en la canción de Jorge Drexler. En el siguiente vídeo lo explica de forma muy sencilla, reconociendo la nube que sigue estando en una hoja de papel, ya que su agua hizo crecer el bosque del que brotó la madera que se usó para la pulpa de papel. De la misma manera, la materia de la que se compone su cuerpo seguirá siempre siendo parte del universo, y sus palabras y obras seguirán teniendo un impacto, como quizás ahora mismo la tengan en tu mente y tu corazón. ¿Qué es mindfulness, sino esa particular forma de ver el mundo que nos permite ver la nube en una hoja?

Que grande, Thich. Tu obra es nuestra obra. Sigues caminando con nosotros, y estarás presente en cada uno de nuestros pasos conscientes.

Os dejo con una poesía meditativa que lei suya una vez, y que de vez en cuando uso en mi práctica, sobre todo esas mañanas en las que estoy muy desconcentrado. Se trata de repetir cada una de estas palabras mentalmente, al inhalar o exhalar. Hoy, la volveré a repetir, para reconocer esa parte de Thich que sigue viva, en mí:

In – Out (Inhalo – Exhalo)

Deep – Slow (Profundo – Lento)

Calm – Peace (Calma – Paz)

Smile – Release (Sonríe – Suelta)

 

FOTO: De Duc (pixiduc) from Paris, France. – Thich Nhat Hanh Marche meditative 06, CC BY-SA 2.0, 

Anclarse en el presente

Anclarse en el presente

Imagina que te encuentras en un velero a la deriva, a la merced de las corrientes, los vientos y el oleaje. ¿Qué haces? ¿Coges el timón? ¿Ajustas las velas? ¿Sacas el mapa? Lo vas a tener difícil si no has observado con detenimiento las fuerzas de la naturaleza, si no dominas las capacidades de tu embarcación, si no has aprendido a orientarte o no tienes claro a dónde quieres ir…

Desafortunadamente, a menudo nos encontramos en una situación similar en nuestra vida cotidiana. Nos arrastran poderosas corrientes de pensamiento de las que apenas somos conscientes. Nos embisten olas emocionales de mil formas y tamaños. Nos empujan, como vientos insistentes, todo tipo de hábitos arraigados que nos confinan a pequeñas rutinas conocidas, de las que rara vez conseguimos escapar.

Y ni siquiera nos damos cuenta. De hecho, actuamos como si no quisiéramos darnos cuenta. Cuando tenemos un minuto libre –un momento precioso de soledad y quietud que podríamos aprovechar para comprobar dónde estamos, a dónde vamos y cómo se encuentra nuestro clima interior– nos apresuramos por rellenar ese minuto con alguna actividad que nos distraiga de nosotros mismos: sacar el móvil, abrir la nevera, fumar un cigarrillo… ¡Incluso las tres cosas a la vez!

Navegar con los ojos abiertos

Mindfulness podría describirse como navegar por la vida con los ojos abiertos y las manos sobre el timón. Requiere familiarizarse íntimamente con el clima interior, asumir el mando de la consciencia y elegir el rumbo en cada momento. Lo cual no resulta nada fácil, desde luego. Al contrario: para lanzarse así a la aventura de la vida, hace falta mucha práctica de navegación.

Es por eso que dedicamos tantas horas a meditar y realizar otros ejercicios de Mindfulness como el yoga o la exploración corporal. Un buen capitán sale a la mar siempre que puede.

El ancla

Uno de los elementos más importantes de un barco es su ancla. De hecho, se emplea como símbolo del gremio marinero, tatuado en mil brazos desde hace generaciones.

En las prácticas de Mindfulness también hacemos hincapié en el ancla. En este caso, se trata de un foco de la atención que sirve para anclarnos en el presente, sobre todo al inicio de una práctica formal, y también a lo largo del día en las prácticas informales. La idea es volver una y otra vez a las sensaciones asociadas a este foco de la atención.

Me gusta esta metáfora porque aunque un ancla sujeta al barco en una zona, permite un cierto movimiento a su alrededor. De la misma manera, durante la meditación, la mente se puede distraer muchas veces, pero cada vez que sucede, puedes volver de nuevo hacia el ancla que has escogido. Es una forma de no alejarse demasiado del momento presente, aunque no consigas mantener la atención clavada al 100% en el presente. Y ya sabemos que mantener la atención clavada al 100% en el presente es tan difícil como hacerte invisible o salir volando por los aires.

Características de un ancla

Un ancla meditativo debería tener ciertas características:

  • siempre accesible
  • fácil de identificar
  • de tono emocional “neutro” —o sea, que no esté asociado con emociones fuertes de ningún tipo

El ancla más clásico en muchas tradiciones meditativas es la respiración, o alguna zona concreta de la meditación: las fosas nasales, el abdomen, el centro del pecho. Las sensaciones asociadas con la respiración están siempre accesibles, suelen ser fáciles de identificar y para la mayoría de las personas no generan demasiada turbulencia emocional.

Sin embargo, hay quien prefiere emplear un ancla distinto, quizás porque tiene algún problema respiratorio o asociación traumática con la respiración que le provoca malestar al concentrarse justamente ahí. Una alternativa sería alguna zona neutra del cuerpo con sensaciones claras, como las manos, los pies, o los puntos de apoyo sobre el suelo o la silla. Otra opción sería concentrarse en los sonidos del ambiente.

Escoger y usar tu ancla

Si no tienes ya un ancla fijo, te recomiendo probar distintas opciones, escoger uno y quedarte con ése. Tampoco importa qué ancla elijas, con tal de que tenga las tres características que he indicado. Lo más importante del ancla es echarlo a la mar siempre que haga falta. Y no solo durante la práctica formal, sino en cualquier momento del día, cuando te sientas un poco a la deriva y quieras anclarte al presente: en momentos de agitación mental o emocional, para poner las cosas en perspectiva; en momentos de disfrute, para saborear mejor los placeres; o incluso en momentos aparentemente anodinos y cotidianos, para investigar si realmente lo son —o si por el contrario, el paisaje de este mar en calma es tan bello y precioso como cualquier otro.

¡Buena navegación!

Nota: Si quieres saber más sobre el ancla, visita mi post Aprende a meditar

Aprende a meditar

Aprende a meditar

¿Es fácil aprender a meditar? Sí y no. Como diría Groucho Marx, “Hasta un niño de 5 años podría hacer esto… ¡rápido, busca a un niño de cinco años!”

En este post voy a proponerte una técnica sencilla para aprender la meditación, uno de los ejercicios de Mindfulness más clásicos. (Si no sabes de lo que estoy hablando, quizás quieras consultar la página ¿Qué es la meditación?).

El problema está en que no basta con aprender la técnica, ni practicarla una vez, ni cinco veces, ni diez. El verdadero aprendizaje y los beneficios de la meditación que han confirmado los estudios científicos sobre Mindfulness llegan con el tiempo, con la práctica regular. A ser posible, diaria, como la higiene dental. De hecho, podría considerarse una especie de «higiene mental». Pero empecemos por lo fácil…

 

Aprende a meditar en 5 minutos

En un cierto sentido, meditar es aun más fácil que cepillarse los dientes. Al fin y al cabo, la meditación de Mindfulness o Atención Plena consiste, básicamente, en no hacer nada. ¡Nada de nada de nada! Se trata de entrar en el “modo ser”, en vez de ese habitual “modo hacer” que nos empuja a rellenar hasta nuestros días de ocio de actividades, citas y planes (¡Por algo nos llamamos ModoSer!)

Quizás pensarás, al leer estas líneas: «Ah, vale, entonces no necesito clases de meditación. Ya medito cada vez que me tumbo en la hamaca y me rasco la barriga.» Sin embargo, te equivocarías. Bueno, teóricamente podrías practicarlo en una hamaca, e incluso rascándote la barriga, pero esto va de despertar, no de adormilonarse. Lo que Camilo José Cela llamaba el “yoga ibérico” (la siesta) también está muy bien, pero es otra cosa.

La idea es permanecer muy alerta y consciente, escuchándo tu cuerpo, tu mente, tus emociones y todo lo que traen tus sentidos —que a veces puede ser todo un circo de tres pistas, a pesar de la quietud externa. Por cierto, no todo lo que te encuentres en este espectáculo interior tiene por qué ser agradable. Si tu jefe acaba de criticarte, a lo mejor te encuentras con el enfado. Si tienes a una hija en el hospital, te toparás con el miedo y la tristeza. Un poco como en la peli de Pixar Inside Out. 

Y está bien que sea así. Porque la meditación no se practica para eliminar todo lo que no te gusta, como cuando tiras la basura al bidón y te alejas con cara de asco. No sirve para entrar del tirón en un estado beatífico de paz y felicidad, como a veces suele creerse. (Si es esto lo que esperas, te vas a llevar un buen chasco). La meditación se practica, más bien, para cultivar una nueva perspectiva —más amplia y espaciosa— sobre lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Se parece más a abrir la bolsa de basura (entre otras bolsas) y cuestionarte si lo que te vas encontrando realmente es basura, o compost, o arte…

Aquí tienes mi pequeña guía, que he titulado Aprende a meditar, pero que podía haber titulado Aprende a sentarte en silencio sin subirte por las paredesCómo no hacer nada de nada (con muchísimo interés) o quizás Instrucciones para entrar en el ModoSer o… (pruébalo y luego me dices si se te ocurren otras alternativas):

 

Aprende a meditar: EL LUGAR Y EL MOMENTO

Busca un lugar tranquilo, donde nadie vaya a molestarte durante el ejercicio. Apaga/silencia el teléfono móvil y cualquier otra posible fuente de interrupcción. Tampoco tiene por qué ser un lugar perfectamente silencioso. Pero es preferible que mientras meditas no se te suban los hijos por encima, imitando la sirena de una ambulancia. La idea es ponértelo fácil, dentro de lo posible. 

 

Aprende a meditar: LA POSTURA

¿Tienes que sentarte sobre un zafú en la postura del loto? No: basta una silla de las de toda la vida. Esto no va de quedar bien para la fotito en instagram. La clave es la estabilidad y la comodidad, para que puedas mantener la postura durante todo el ejercicio con el mínimo esfuerzo. Es cierto que posturas como el loto, medio loto o la postura birmana proporcionan una gran estabilidad —¡pero para principiantes pueden ser una verdadera tortura!

Por lo tanto, puedes probar con una silla (mejor sin ruedas, para mayor estabilidad), o incluso de pie. También se puede meditar en posición tumbada, pero una vez más corres el riesgo de practicar el yoga ibérico de Cela.

Si te sientas en una silla, te recomiendo no descansar la espalda sobre el respaldo, sino más bien sostener tu propia columna (a no ser que tengas algún problema de espalda que te lo impida, claro). Trata de plantar bien los pies en el suelo, equilibrar bien la columna y encontrar una postura neutra para la cabeza, sin elevar ni bajar demasiado la barbilla. También puede ser una buena idea colocar un cojín de tal forma que las caderas estén ligeramente por encima de las rodillas, incrementando la estabilidad y distribuyendo mejor el peso del cuerpo. 

En cuanto a las manos, no hace falta que adopten ninguna forma especial. Pueden descansar tranquilamente sobre los muslos, hacia arriba o hacia abajo, en cualquier postura que sea cómoda para ti.

La propia postura puede ser un reflejo de la intención meditativa, que es permanecer alerta, ecuánime, enfrentándote a la vida con dignidad, arrojo, y quizás incluso una leve sonrisa. ¿Como el héroe o heroína de una película épica? Tal cual. Al fin y al cabo, todo ser humano vive su vida solo una vez, y nunca sabe qué nueva aventura le espera a la vuelta de la esquina.

Aquí puedes encontrar unas vídeo-guías sobre cómo encontrar tu postura ideal para meditar.

 

Aprende a meditar: LOS OJOS

La mayoría de las personas suele meditar con los ojos cerrados, o semicerrados, lo cual ayuda a reducir las distracciones. Pero hay quien prefiere hacerlo con los ojos abiertos. Si los dejas abiertos o semiabiertos, prueba a dejarlos orientados hacia abajo, relajados y ligeramente desenfocados. Si los dejas abiertos y enfocados en la pantalla de tu móvil, probablemente no estés meditando.

 

Aprende a meditar: EL TEMPORIZADOR

Conviene decidir de antemano cuánto tiempo va a durar tu práctica. Quizás si es tu primera vez, puedes probar con 5 minutos. Con el tiempo, puedes ampliar esta duración a 10, 20, 30 o más. Lo importante es reservar un tiempo fijo y preparar alguna manera de saber cuando se ha agotado:

  • un reloj que dispongas delante de ti, ya sea digital o analógico. La desventaja es que tendrás que estar pendiente del tiempo que te queda.
  • una alarma o temporizador que te avise de cuando se ha agotado el tiempo. Si tienes alguno con un sonido menos escandaloso que las clásicas campanas o agudos pitidos de las alarmas antiguas, puede ser una buena opción.
  • una app de meditación como Insight Timer, Enso o Center. Suelen tener funcionalidades interesantes, como sonidos agradables (tipo campana tibetana) que puedes programar para que suenen cada x minutos, recordándote que estás ahí para meditar y no para elaborar la lista de la compra.

Aprende a meditar: DIRIGIR LA ATENCIÓN

Ahora llega lo bueno. La parte en la que te pones a meditar. Las instrucciones básicas son:

  1. No hacer nada (más que lo que tu cuerpo y tu mente hacen por su cuenta, tipo respirar)
  2. Observar con interés lo que está pasando en el momento presente, dentro y fuera de ti
  3. Cuando te des cuenta que te has distraído, volver (con amabilidad, sin juzgarte por haberte distraído) al punto 2

¿Solo eso? Sí. Solo eso. Es simplemente una pausa consciente, como un regalo que te haces, aparentemente vacío y que, sin embargo, quizás pueda sorprenderte.

Dicho esto, a continuación voy a desgranar el proceso un poco más, por si te ayuda. Sobre todo, lo de observar «lo que está pasando en el momento presente» puede resultar un tanto confuso. En las siguientes instrucciones, propongo dirigir la atención hacia un «ancla» más concreto, lo cual facilita la práctica, sobre todo al principio:

 

  1. Al comenzar, puedes darte unos momentos para ir «aterrizando» en la práctica, conectando con las sensaciones de tu cuerpo, la actividad de tu mente, el tono emocional. Da igual si estás en calma, triste, un poco frustrado/a o incluso echando chispas. Puedes darte el permiso para llegar con todo lo que traes, escuchándote como escucharías a un amigo o amiga, con curiosidad e interés, sin necesidad de cambiar nada. 
  2. Puedes recordarte que durante la meditación no hay nada que hacer, nada que conseguir, ningún estado al que llegar. Esta idea puede ser muy liberadora, después del habitual trajín cotidiano.
  3. Cuando lo decidas, empiezas a focalizar la atención en tu respiración, tratando de percibir las sensaciones físicas: la temperatura y humedad del aire en las fosas nasales al inhalar y exhalar, la expansión y relajación de la caja torácica, el movimiento en el abdómen. 
  4. Permites que la respiración sea tal y como es. No hace falta respirar «bien». Si notas que estás controlando la respiración, tampoco pasa nada. Simplemente observas esta tendencia, y pruebas a soltarla con cada exhalación.
  5. Te focalizas en la zona donde notes las sensaciones de forma más nítida. Por ejemplo en la zona del abdomen, o de las fosas nasales. Esta zona la voy a llamar el ancla de la atención.
  6. Tratas de seguir todo el ciclo de inhalación y exhalación en el ancla, intentando saborear cada sensación que llega, en cada instante, sin perderte ni una. Como si fueras un gourmet de la respiración, vaya.
  7. Si por cualquier motivo la respiración no es un buen ancla para ti (por ejemplo, te agobias observándola), puedes usar cualquier otra zona neutra del cuerpo donde notes sensaciones claras y nítidas, como las manos, los pies o los puntos de apoyo. En este caso simplemente tratas de percibir las sensaciones cambiantes en esta zona. Hay quien usa también como ancla los sonidos que van sucediéndose de un momento a otro.
  8. Mientras observas lo que sucede en el ancla, habrá sin duda otros fenómenos que compiten por tu atención: ideas, recuerdos, emociones, el zumbido de una mosca, quizás alguna incomodidad física. No hace falta eliminar ni suprimir nada de ello. Son también parte de la experiencia. Simplemente te focalizas en la respiración, dejando todo lo demás como en el “fondo” o los “márgenes” de la experiencia. 

Aprende a Meditar: VOLVER AL ANCLA

  1. En algún momento, te darás cuenta que ya no estás observando la respiración. Tu atención se ha dejado llevar por la música de tu vecino, los problemas con tu jefe, tus planes para el verano o un leve picor en tu oreja. 
  2. Cuando esto suceda, no hace falta que te juzgues o te critiques por ello. Nos pasa a todos y a todas. Es la naturaleza de la mente, que se parece a un perrito curioso e inquieto, siempre a la búsqueda de cosas nuevas que perseguir. Basta darte cuenta de dónde está tu atención y redirigirla con amabilidad (exacto, como si fuera un perrito travieso) hacia el ancla.
  3. El perrito volverá a escaparse una y otra vez. Cada vez, vuelves de nuevo al ancla. 
  4. La siguiente vez, lo mismo.
  5. Y otra vez.
  6. Y otra.
  7. Etc…
  8. El ejercicio es éste: cada vez que te distraes, volver al ancla. Así es como se fortalece el “músculo” de la atención, literalmente creando nuevas conexiones neuronales. 
  9. Al cabo de los días o las semanas, cuando te acostumbres a meditar sobre tu ancla, puedes pasar, después de algunos minutos iniciales, a ampliar el foco de la atención al cuerpo en su totalidad, por ejemplo. Y más adelante puedes probar a observar los sonidos del entorno, el campo mental, o incluso todo lo que sucede en el momento presente (como en las primeras instrucciones básicas que ofrecí), pudiendo volver al ancla en cualquier momento si te pierdes o te resulta confuso. Sea cual sea el foco, las instrucciones son las mismas: observas con interés, permites que sea así, y cuando te distraes vuelves a observar. 

Te proponemos un par de vídeo-guías:

 

Aprende a Meditar: FINALIZAR LA PRÁCTICA

  1. Cuando se agote el último grano de tu reloj de arena, o suene tu alarma, vuelves a llevar la atención al cuerpo, realizas dos o tres respiraciones más profundas, y comienzas a movilizar el cuerpo lentamente y con atención.
  2. Sin prisas, cuando estés preparado/a, abres los ojos (si los tienes cerrados) y terminas la práctica.
  3. Si quieres, puedes agradecerte por estos momentos que te has regalado.

 

¿Y luego, qué?

Nada. La próxima vez, lo mismo. La meditación es esto. Al menos la meditación sentada de tipo Mindfulness o Atención Plena.

¿Y si te aburres? Pues observas el aburrimiento con interés, como parte de lo que sucede. ¿Cómo es ese aburrimiento? ¿En qué consiste? A lo mejor, al cabo de unos minutos, descubres que ese aburrimiento pasa.

¿Y si no te relajas? Está permitido no relajarse. Está permitido todo. Simplemente observas los nervios con interés, como parte de lo que sucede. A lo mejor al cabo del tiempo, descubres que pasan.

¿Y si no te gusta? No tiene por qué gustarte. Puedes observar también pensamientos como «Esto no sirve para nada», «¿Qué hago aquí perdiendo el tiempo?» o «¡Basta ya!» como parte de lo que sucede.  A lo mejor, al cabo del tiempo, descubres que pasan.

¿Y si te encuentras con emociones o pensamientos muy desagradables? Los observas también, como emociones, como pensamientos. A lo mejor, al cabo del tiempo, descubres que pasan. (Dicho esto, si llegan a ser abrumadores, puede siempre volver a tu ancla y refugiarte ahí durante un tiempo, o incluso interrumpir la práctica del todo).

¿Y si alcanzas la iluminación? Anda ya… no te hagas tantas ilusiones. Si te pasa, me lo cuentas.

Bueno, pues así finaliza mi pequeña guía Aprende a meditar (o como quieras llamarla). Facilísimo, ¿no? ¡Chupao! Lo difícil, como decía, es mantener la práctica, día tras día, semana tras semana. Ese tema lo dejo para otro post, aunque te avanzo que una forma de reforzar el hábito es apuntarse a unas sesiones de práctica en grupo. Mientras tanto, que te vaya muy bien con esto de no hacer nada, y si algo de esto te ha servido, ¡cuentamelo en los comentarios!

Sentirse libre en el confinamiento

Sentirse libre en el confinamiento

Con el avance de la vacunación, y tras el fin del segundo Estado de Alarma, nos vamos acercando a una vida menos de ciencia-ficción. Parece mentira que un bichito tan diminuto haya podido alterar hasta tal punto nuestras vidas cotidianas. Hasta hace poco, si entraba un tipo enmascarado en un banco, daba miedo. Ahora da miedo si entra sin máscara. 

No lo hemos soñado: llevamos encerrados en nuestras casas y sus alrededores desde el 15 de marzo de 2020, con alguna excepción en la época veraniega. Muchos nos hemos visto obligados a trabajar, practicar deporte e incluso asistir a bodas a través de Zoom. Y cuando se nos ha permitido salir fuera, ha sido con la obligación de llevar la dichosa mascarilla, aguantando la goma detrás de la oreja y el vaho en las gafas. Un gesto tan básico como abrazarse por la calle se ha convertido en un sueño anhelado que esperamos recuperar lo antes posible.

Más allá de las consecuencias para la salud física y económica que el Covid-19 puede habernos acarreado, convivir con todas estas restricciones a la movilidad y el contacto físico no ha sido fácil para nadie. Para mí tampoco. Pero a lo largo de todo ello, hay algo que me ha ayudado más de lo que me hubiera imaginado: una singular experiencia que viví, por casualidad, justo antes del inicio de la pandemia. 

Entre el 21 y el 28 de febrero de 2020, me sometí voluntariamente un confinamiento MUCHO MÁS SEVERO que la normativa impuesta por el gobierno de España, o incluso el Chino, en los peores momentos de la crisis sanitaria.

Acudí a un hotel rural en las afueras de Bilbao y me comprometí a seguir las siguientes normas durante siete días:

  • No hablar
  • No usar el móvil
  • No mirar ninguna pantalla
  • No leer
  • No escribir
  • No escuchar música
  • No mantener ningún contacto con nadie, de ningún tipo (ni siquiera mirarle a los ojos)
  • No moverme ni un milímetro durante buena parte del día

En otras palabras: asistí a un retiro de silencio, organizado por el Instituto Nirakara, para meditar y realizar otras prácticas contemplativas. Era el primero de mi vida. O más bien, el primero TAN LARGO.

Ya te vale

Es lógico hacerse la pregunta: ¿qué demonios impulsaría a alguien, en pleno Siglo XXI, a apuntarse a un régimen tan draconiano durante una semana entera, por voluntad propia? ¡Y para colmo pagando por ello! Yo también me lo pregunté varias veces, sobre todo al acercarse la fecha. Para quienes no me conozcan, soy un tipo más bien extrovertido, locuaz e inquieto (no hay más que fijarse en la extensión de posts como éste). Mi agenda suele estar llena a rebosar con tareas y proyectos, además de mis innumerables hobbies e intereses. Incluso de vacaciones, me gusta explorar el mundo, aprender cosas nuevas, subir montañas, bucear entre peces, hacer, hacer y hacer. 

¿Por qué entonces parar de forma tan radical?

El primer motivo estaba muy claro: era un requisito de mi formación como profesor de Mindfulness y MBSR. Pero más allá de eso, tenía también una cierta curiosidad. El yoga y la meditación formaban parte de mi rutina diaria desde hacía 25 años, y me atraía la idea de profundizar en la experiencia del Mindfulness. ¿Qué efectos tendría dedicarme a estas prácticas durante una semana entera, de viernes a viernes, sin interrupciones? Sin duda, era una oportunidad de oro para contrarrestar esa tendencia que tengo (y que comparto, me consta, con bastantes de mis contemporáneos) de llenar compulsivamente mis horas con actividades sin fin.

Además, sí que había asistido a varios retiros de silencio de un día, y me habían encantado. Es cierto que una semana entera asusta bastante más, pero mis compañeros del mundillo de Mindfulness recordaban estos retiros con gran emoción, como si me hablaran de un viaje al Caribe. Y se deshacían en elogios hacia los dos facilitadores que guiarían las prácticas: Bob Stahl y Florence Meleo-Meyer, colaboradores estrechos del mismísimo Jon Kabat-Zinn. 

Maravilloso, ¿no?

Del ruido al silencio

Me junté con otras tres profesoras del gremio para el viaje en coche desde Madrid a Bilbao, que transcurrió entre risas y cháchara animadísima. ¡Se notaban las ganas de apurar esas últimas horas de libertad parlanchina! Llegamos por la tarde del viernes al Hotel Amalurra (“Madre Tierra” en euskera), un complejo rural precioso rodeado de suaves colinas verdes. Tras dejar las maletas (y el móvil, apagado) en las habitaciones, nos dirigimos a la sala de meditación, un espacio redondo de paredes blancas y grandes ventanales, rodeado de jardines. Unas cincuenta personas nos fuimos sentando, la mayoría sobre cojines en el centro de la sala, algunas en sillas a lo largo de las paredes. 

Bob, Florence y Ana Arrabé nos dieron una cálida bienvenida y toda una serie de explicaciones, que una hábil traductora iba interpretando para quienes no entendían el inglés. Entre otras cosas, nos aclararon que lo del silencio no hacía falta seguirlo a rajatabla: si en algún momento necesitábamos comunicarnos (“¡Fuego!”), podíamos hacerlo. Pero la idea era retirarnos del mundanal ruido, incluida la interacción con los demás, en la medida de lo posible. También tendríamos varias sesiones durante la semana para compartir experiencias y preguntas, tanto en grupos pequeños como en sesiones individuales con Bob y Florence. Todo esto me tranquilizó bastante. 

Finalmente, tras una “última cena” en la que aun se nos permitía soltar la lengua libremente, volvimos al salón circular para iniciar el silencio.

—Venga, que os vaya muy bien— susurré a un par de amigas a pocos segundos del momento crítico. 

Fue entonces, al sentarme sobre mi cojín de meditación y mirar a mi alrededor, cuando me entró un vértigo tremendo. Pero ¿en qué me he metido? ¿Estaré loco? ¿Cómo voy a sobrevivir una semana en silencio total? ¡Socorro!

Ya era demasiado tarde para tirarme atrás.

Bob y Florence sonaron una campana que marcó, oficialmente, el inicio del retiro. Después de una hora de meditación en grupo, sonaron una segunda campana y volvimos cada uno a su habitación. Todos y todas calladitas a la cama. Como si nos hubieran castigado.  

 

Los dos primeros días: el infierno

No dormí muy bien, entre los nervios, los muelles del colchón, y los ruidillos (y aromas) de mis cinco compañeros de habitación. Pero me desperté con cierta ilusión por el inicio de esta aventura, y disfruté bastante de la ducha, el paseo al alba por los jardines de Amalurra, y la primera meditación en grupo. 

El desayuno, en el que solo se escuchában los tintineos de cucharillas y platos, el arrastrarse y crujir de sillas, el sorber y derramar de líquidos en tazas, tuvo momentos maravillosos. Sin duda resultaba un poco incómodo, artificial, raro de narices, eso de comer rodeado de gente sin poder mirarse, sin compartir sonrisas, sin… hablar, caramba. Pero por otro lado, suspender la palabra me permitió saborear a tope cada bocado de tostada crujiente y jugoso gajo de naranja.

Lo duro vino después. Al cabo de las horas. La agenda para el día básicamente consistía en alternar sesiones de meditación sentada con períodos de “caminar consciente”. Este último ejercicio consiste en dar unos 5-10 pasos, concentrándote en las sensaciones del caminar, darte la vuelta, y caminar otros 5-10 pasos. Así durante media hora, hasta la siguiente meditación sentada. En algún momento del día se nos ofrecía, como gran novedad, una sesión de yoga. Y por la noche, una charla sobre los fundamentos filosóficos del Mindfulness. 

Mi mente comenzó a rebelarse en serio a primera hora de la tarde. Ya habíamos meditado, caminado, meditado y caminado, toda la mañana. Y después de la comida, vuelta a empezar.

—¿Nos sentamos a meditar… OTRA VEZ? ¿¿Vas en serio??

La voz no provenía de fuera, evidentemente, sino de dentro. Literalmente escuché esas palabras en mi cabeza. Y muchas, muchas más, tanto de esa vocecilla como de otras. Toda una cacofonía de voces, de hecho. Que cada vez se iban desesperando con mayor descontrol y furia.

—No. Basta ya, por favor… Que me da algo. ¿Cuánto queda aun? ¿Toda la tarde así? ¿Y mañana lo mismo? ¿Y pasado? ¿¿TODA UNA SEMANAAAA??

Era como si mi craneo se hubiera convertido en un coche lleno de niños quejándose, llorando, gritando y revolviéndose en sus asientos, en un atasco interminable de Operación Retorno en Agosto, y para colmo con el aire acondicionado roto. La tentación de levantarme y largarme de ahí se me presentaba una y otra vez. Excepto que había venido hasta el Centro Amalurra, perdido en medio de la campiña vasca, en un coche que no era el mío. ¿Cómo pretendía volver a Madrid? Además, había venido para esto, ¿no? 

De vez en cuando abría los ojos y echaba alguna miradita a mi alrededor. Las otras 50 personas seguían ahí, sentadas, rígidas e inmóviles. Parecían sumidas en una calma beatífica. ¡Malditas! Había que aguantar como sea. Eso es lo que me repetía una voz más severa y paternal que a veces trataba de competir con el coro de niños llorones del coche atascado. 

—Aguanta, Eduardo, ¡aguanta! Lleva la atención a la respiración… a la inhalación… a esa sensación leve del aire que…

—Sí pero… ¿¿OTRA VEEEEEZ??

Así durante minutos, y más minutos, y cuartos de hora, y horas enteras, que se derramaban sobre mi cuerpo, lentas, densas y pegajosas como el asfalto fundido de todas las carreteras radiales de España. 

Me voy a volver loco —comenzaba a advertirme a mí mismo. Y lo peor era el temor, creciente, de que realmente no iba a poder con ello, y que la meditación no era para mí, que no tenía la fuerza, o el talento, o los recursos necesarios para convertirme en ese profesor de Mindfulness que quería ser.

Me había metido en una pesadilla. Una pesadilla sin fin. Bueno, con fin, pero un fin que parecía increíblemente lejano: ese viernes que llegaría tras el sábado, el domingo, el lunes, el martes, el miércoles y el jueves.

 

Un oasis de palabras

Conseguí aguantar, sí, hasta la cena. Y después de la cena (¡al fin!) llegaba la charla de esa noche, que pronunciaría Bob Stahl. Me pareció un oasis de palabras al final de aquella travesía por el desierto del silencio. Mil veces más apasionante que cualquier serie de Netflix o HBO. 

Bob es un hombrecillo encantador y risueño con cierto aire a David el gnomo. De hecho había vivido 8 años en el bosque, rodeado de gigantescos sequoias, como monje zen en un monasterio californiano. Condimentó su discurso filosófico con poemas, historietas personales y buenas dosis de humor. Puedes comprobar su estilo en el siguiente vídeo, en el que cita a Yoda para hablar de como “vivir sabiamente en tiempos de incertidumbre”. Si sabes algo de mi pasión por lo jedi, entenderás por qué Bob me cae tan bien.

Quizás lo más importante, esa noche del primer día entero de retiro, fue que Bob nos dio la enhorabuena por el esfuerzo, reconociendo que no es nada fácil frenar en seco y encontrarse con las mil y una resistencias de nuestras mentes agitadas. Ayuda saber, cuando sufres, que no eres el único en sufrir. De hecho, al citar la primera “noble verdad” del Budismo (Hay sufrimiento), empleó la versión muy poco ortodoxa de Jon Kabat-Zinn: Shit happens.

Tras este momento de respiro, y una última meditación, caí rendido en mi incómodo colchón. No me molestaron ni los muelles ni los ronquidos de mis compañeros. 

Pero la mañana siguiente, vuelta a empezar: meditación-caminar-meditación-caminar… Al poco rato, la práctica se me volvió tan cuesta arriba como la tarde anterior.

—¡No, noooo….! ¡¡CUALQUIER COSA menos esto!! —chillaban mis críos interiores. 

—Venga, que ya queda un día menos —trataba de apaciguarles mi voz paternal.

—Aun quedan cinco días. Cuéntalos: ¡CINCO! ¡¡Y yo ya no aguanto ni cinco minutos!!

—¡Pues te fastidias! —perdía la calma el padre al volante, sudando y soltando tacos— ¡Hay que aguantar! 

Mi cuerpo se volvía a hundir bajo todo ese alquitrán pesado y caliente de horas y horas e interminables horas que aun quedaban por delante. El viernes parecía una lejanísima y trémula mancha en el horizonte, un espejismo. 

Hasta que me volvió a la cabeza, como el fantasmilla de Yoda, algo que Bob Stahl había dicho:

—Quizás, en vez de esforzarte por mantener la concentración fija en la respiración, en vez de luchar contra ti mismo, puedes probar a… descansar la atención ahí. 

Bueno, no sé si es lo que dijo exactamente, pero así lo recordé. Y más que las palabras, fue ese aire bonachón de gnomo silvestre que me vino a la cabeza, la imagen de Bob sonriendo, con las manos enfiladas en los bolsillos de su vieja sudadera. 

Descansar, no esforzarse. Soltar, no agarrar. Permitir, no obligar. 

Me vino, de pronto, una iluminación. Ejem… exagero: una chispa creativa. 

Decidí que después de la comida, y antes de la primera meditación de la tarde, pasaría de todo y me echaría una buena siesta. Eso para empezar.

—¡¡Síiiiiii!! —chilló la chavalería en mi cabeza. Y el padre desquiciado también.

Así lo hice. Recuerdo ese momento de colarme en mi dormitorio, bajar las persianas, ponerme el pijama y esconderme bajo las mantitas, como uno de los grandes hitos de mi vida. 

A partir de entonces, todo cambió.

Descansar en el momento

Al volver a la meditación sentada, me di cuenta que, efectivamente, me había esforzado demasiado —aguantando y aguantando, cuando en realidad… no había nada que aguantar. Nadie me había pedido que soportara el peso de todas aquellas horas que quedaban hasta el viernes. Podía soltarlas de golpe, para ocuparme única y exclusivamente del peso de un solo momento: el presente. ¿Y qué mide un momento? ¿Cuánto pesa?

A partir de entonces, dejé de “practicar la meditación” para simplemente descansar, como decía Bob, en la respiración, en la postura sentada, en cada paso al caminar. Seguí experimentando, de cuando en cuando, sensaciones de cansancio o de frustración, y escuchando alguna de esas voces (“¡¿Otra veeeez?!”), pero ya no me angustiaban tanto, porque había dejado de pelearme con ellas. Iban y venían. De hecho, empezaron a venir cada vez menos. 

Era como si, tras un día y medio de pesadilla, despertara de un desagradable sueño. Y al despertar, me encontrara no en un “retiro de Mindfulness” con muchas prácticas que realizar, sino en un mundo bellísimo que se llama el planeta tierra, en una existencia maravillosa que se llama la vida, en un momento ideal que se llama el presente. Nada místico, ni complicado, ni especialmente exótico. Simplemente, la realidad desnuda de las cosas. El gorgojeo del río entre las piedras. El brillo diamantino del rocío sobre la hierba fresca. El latido líquido del corazón, reverberando en todo el cuerpo. Bob Stahl nos había citado a Antonio Machado: “Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar.” Tuve la impresión de haber entendido al poeta.

Nada de nada

Durante los siguientes días, aprendí un montón de cosas, sobre mis procesos mentales, mis emociones, mis luces visibles y mis sombras inexploradas. Por no hablar de mis compañeros de habitación. O de las demás charlas de Bob y de Florence Meleo-Meyer, un auténtico sol de mujer. Aquí no hay espacio para contarlo todo (de hecho, con mi habitual locuacidad, ya me estoy extendiendo demasiado). Pero la lección más importante fue que soy capaz de pasar varios días no solo sin decir absolutamente nada, sino también sin hacer absolutamente nada y (lo más importante) sin necesitar absolutamente nada. Ni móvil, ni tablet, ni radio, ni tele, ni libros, ni viajes, ni trabajo, ni conversación… ni siquiera compañía. 

Nada de nada de nada. 

Paradójicamente, en esa nada, descubrí una gran plenitud, una intensidad de vida que no era completamente nueva para mí, pero sí la tenía bastante olvidada. En su libro Walden, Henry David Thoreau cuenta que se retiró a las orillas de un lago, en plena naturaleza, para tratar de vivir deliberadamente, y llegar así a la esencia misma de la vida. Cuando lo leí por primera vez a los 16 años, en clase de literatura, su lectura me impactó. Más de tres décadas después, descubrí que los retiros de silencio servían un propósito idéntico. 

Solo si interrumpimos durante un tiempo suficiente la tiranía de nuestras agendas, las mil y una notificaciones del móvil, el parloteo constante y todas las demás distracciones, somos capaces de recordar cómo vivir la vida, sin más. No es algo que requiera leer a Thoreau o a los sabios de oriente. De hecho, a los cinco años se nos daba tremendamente bien. El problema es que con los hábitos mentales que vamos adquiriendo a lo largo de los años, requiere un esfuerzo titánico recuperar esta sencillez. (¿O es que ya me estoy esforzando demasiado otra vez?)

Se trata de darse cuenta que cada momento de la vida cuenta de verdad, y no es solo un medio para llegar a algún otro lugar más importante. Se trata de permanecer en contacto con lo más esencial, incluidos muchos aspectos de uno mismo y de la realidad que normalmente permanecen ocultos por nuestra tremenda, obstinada y condicionada falta de atención. Se trata, como decía Machado, de despertar.

 

Un viernes inolvidable

El viernes llegó, al fin. ¿Cómo no iba a llegar? Tras una última campanada, terminó el silencio y volvió la palabra. También volvieron las risas, los besos, los abrazos. Se abrió la veda para hablar libremente con toda esa gente con la que había convivido y compartido una experiencia tan peculiar e intensa. Fue la primera vez que escuché el tono de voz, el acento y la forma de expresarse de mis propios compañeros de dormitorio. Toda una fiesta de sorpresas y de alegrías.

De vuelta a Madrid en el coche, mientras mis tres amigas charlaban animadamente, me atreví a encender el smartphone. A los pocos segundos, la pantalla del dispositivo enloqueció con burbujas de aviso. Tras consultar los whatsapp más importantes, decidí asomarme a las noticias. Entonces, al abrir la portada del primer periódico, llegó el susto.

—Un momento. Tengo que contaros algo —anuncié, interrumpiendo la conversación—. ¿Os acordáis de lo del Covid-19?

—¿Lo de China? —preguntó alguien.

—Es que ya no es solo China… no os quiero asustar pero… las primeras 10 noticias de portada son TODAS sobre el virus. 

—¿QUÉEEE? —reaccionaron todas a la vez, abriendo sus propios teléfonos para comprobarlo.

Durante nuestro silencio mediático, la mortífera pandemia había comenzado a extenderse por Europa, a partir del norte de Italia. En España, de momento, solo se había detectado algún caso aislado, pero los expertos ya se temían lo peor. Dos semanas después se impondría el Estado de Alarma, y comenzaría el período más duro de confinamiento en nuestro país. 

¿Confinamiento?

Como todo el mundo, supongo, atravesé durante esas semanas de marzo y abril de 2020 fases de estupor, incredulidad, resistencia, claustrofobia, frustración, tristeza, soledad y miedo. Afortunadamente, el virus no se llevó a nadie de mi círculo más íntimo, pero sus consecuencias impactaron mi carrera profesional, mi economía, mis planes para el verano, y por supuesto mis relaciones familiares y personales.

Sin embargo, el haber superado mi semana de retiro en Amalurra, con unas restricciones tan extremas, me dio una perspectiva muy distinta hacia el confinamiento. Durante dos meses, no salí de mi piso excepto para las compras y para sacar la basura. Pero no me sentí muy “confinado”. Podía leer, escribir, disfrutar de la compañía de mi pareja, escuchar (¡o incluso bailar!) música, ver una serie en streaming, intercambiar memes divertidos por whatsapp, llamar por teléfono y por videoconferencia a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos y a mis sobrinas Clara y Sofía, que ya se estaban acostumbrando a abrazar y besar la pantalla. 

Sorprendentemente, me sentía bastante libre. Sobre todo porque, aunque podía disfrutar de todas estas cosas, acababa de descubrir que no necesitaba nada de esto en particular. Me bastaba con respirar. Y tampoco necesitaba pelearme con los aspectos de la realidad que no me gustaban, que eran muchos, desde luego. Paradójicamente, sentía que había vivido una vida más confinada antes del retiro de silencio. Confinada por todas esas aparentes necesidades, por hábitos automáticos, por miedos de todo tipo.

A veces, incluso a menudo, todo esto se me olvidaba. Pero luego, cuando me volvía el fantasmilla jedi de Bob Stahl a la cabeza para recordármelo, podía de nuevo descansar, soltar, permitir. Y también, desde luego, agradecer mi buena fortuna en comparación con tantas y tantas personas que luchaban por respirar, que perdían a seres queridos sin poder tan siquiera despedirse, que trabajaban en hospitales, o que tenían que gestionar el trabajo y los niños desde casa sin el espacio suficiente. Mi práctica diaria de meditación, yoga, paseos conscientes y demás ejercicios me ayudó, durante esos primeros meses de confinamiento, a mantener fresca esta forma de estar en el mundo. 

Un retiro extendido

De hecho, esto del Mindfulness me pareció tan útil, tan práctico, tan sumamente relevante al desafío del confinamiento que me animé a impartir sesiones gratuitas por Zoom el mismo 15 de marzo, primer día del Estado de Alarma, a toda la gente de mi entorno. Poco después me sumé a una iniciativa de Marta Cayuela para ofrecer un servicio continuo en distintos horarios, un proyecto que acabaría llamándose MoebiusMind, y más adelante ModoSer. Durante seis meses ofrecimos cientos de sesiones gratuitas. Aun hoy, además de nuestros cursos y sesiones de pago, seguimos realizando esta labor con sesiones de introducción y los Domingos ModoSer. 

El propio confinamiento, para muchas personas, ha sido una gran oportunidad para acercarse a estas prácticas. Casi como un retiro extendido. Jon Kabat-Zinn así lo planteó al ofrecer él también sesiones gratuitas todos los días durante varios meses. A nivel planetario, hemos parado un poco la máquina, y muchas personas han descubierto que pueden vivir sin tantas cosas, sin tantas actividades, sin tanto viaje y tanta interacción (que en sí pueden ser muy valiosas, sin duda, y dignas de disfrute). Es cierto que algunos colectivos, sobre todo el personal sanitario, los jóvenes entre 18-24 años y las personas con problemas previos de salud mental, han sufrido mayores índices de depresión, ansiedad y estrés post-traumático. Sin embargo, la mayoría de la población ha demostrado una resiliencia sorprendente, como este estudio de la Universidad Complutense ha comprobado. Entre otros resultados, los investigadores encontraron que un 60% de la población española considera que «a pesar del sufrimiento, la pandemia le ha humanizado».

Aun no sabemos cuando acabará todo esto. O si acabará del todo. Tampoco podemos saber cuando empezarán los próximos desafíos y oportunidades que nos depare el destino. Siempre ha sido así, en realidad, y siempre lo será. Lo único que podemos decidir es cómo enfrentarnos a todo ello. En mi experiencia, y la de incontables personas que han descubierto las prácticas contemplativas, una de las claves para minimizar el sufrimiento es apreciar cada gota de vida, tal y como es, en vez de esperar a que “todo esto pase” o que “llegue algo mejor” en algún futuro teórico. Y algo así no se alcanza solo pensando en ello o leyendo un post como éste (¿¿de verdad has llegado hasta el final??). Se alcanza con la práctica regular.

Tampoco hace falta apuntarse a un retiro de una semana entera. Basta empezar con cinco minutos. Incluso con cinco segundos. Incluso con 5 momentos. ¿Y cuánto dura un momento?

– – –

NOTA: Este domingo, mi compañero de ModoSer Iñaki Guridi ofrece un mini-retiro online de 3 horas. Y Marta Cayuela, co-fundadora de este proyecto, ofrece desde SacroVento otro de 4 horas. Si has «aguantado» hasta el final de este post, igual te animas a vivir una pequeña aventura en el silencio…

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