El mejor lugar del mundo para sentarte a meditar

El mejor lugar del mundo para sentarte a meditar

¿Una playa idílica? ¿El pico de una montaña? ¿El extremo de un viejo embarcadero sobre un lago?

Bah, tampoco te creas.

Es cierto que los monjes de distintas tradiciones han buscado lugares especiales para realizar sus prácticas contemplativas, construyendo sus templos o cabañas en rincones apartados, lejos del mundanal ruido, con vistas sobre amaneceres que no tienen nada que envidiar a cualquier Nirvana. Algo parecido sucede con multitud de centros contemporáneos donde se practica el yoga, se realizan retiros o se imparten clases de meditación.

Tiene su sentido esta búsqueda, sin duda, de paraísos perdidos en los que sumirse en el silencio, respirar aire puro, saborear la belleza y conectar con la naturaleza. Espacios en los que recargar las pilas. Antídotos al ruido, el caos y las prisas de la vida cotidiana. Son maravillosos, y a mí también me encanta acudir a ellos. De hecho, cuanto más practico la meditación, más me atraen, y más los frecuento.

Pero para meditar no hace falta nada de eso. De hecho…

¡Coff-coff!

Cuando me apunté, en el año 2011, a uno de los primeros cursos de “Reducción del estrés basado en Mindfulness”  que ofreció el Instituto Nirakara, el espacio donde se impartía el programa me sorprendió, y no para bien.

Yo llevaba ya muchos años practicando yoga, y estaba acostumbrado a centros cucos decorados en tonos pastel, con musiquilla de flauta bansuri y aroma de sándalo. Por lo tanto, se me arrugó la nariz (literalmente) al entrar por primera vez en aquel lugar: un sótano de la Universidad Complutense cercano a la salida de la A-6, por cuyas ventanas nos invadía el ruido y la humareda del tráfico en hora punta. En aquel zulo estuvimos metidos veinte asistentes durante dos horas y media, una vez por semana, a lo largo de dos meses.

A los profesores, Gustavo Diex y Rafael G. de Silva, no pareció importarles mucho. De hecho, el tráfico de la carretera que nos acompañaba clase tras clase se integró en el propio currículum. “Es nuestro mejor maestro”, nos repitieron una y otra vez. Yo pensaba que iban un poco de broma, pero resultó que iban muy en serio. Y la cosa tenía su sentido.

Al fin y al cabo, si la idea del curso era aprender a gestionar el estrés, ¿qué mejores aliados que los gases tóxicos de los combustibles fósiles, el estruendo infernal de mil coches y camiones, las prisas de una capital desquiciada? Eso, y no la paz artificial de un estudio de yoga, o el paraje idílico que rodea a un templo tibetano, es lo que nos depara el día a día a los ciudadanos ajetreados del Siglo XXI.

Investigar el desasosiego

Mindfulness no va de estar a gustito. Si la ves desde fuera, una persona sentada en postura de meditación parece que está perfectamente en calma, pero puede que el clima interior sea bastante tormentoso. Y no significa que lo esté «haciendo mal».

La práctica consiste en abrirse, con curiosidad, y sin prejuicios, a la realidad. Y la realidad no siempre nos gusta. De hecho, si nos fijamos bien, no nos gusta casi nunca. Por eso tratamos de escapar de ella, en cuanto podemos, hacia el inagotable feed de Instagram. O hacia la terraza del bar más cercano. O hacia playas de arena blanca, picos de montaña y viejos embarcaderos.

Pero ¿qué es ese desasosiego que nos impulsa a buscar algo mejor? Eso es justamente lo que pretendemos investigar, al practicar Mindfulness. De eso va, en realidad, el asunto: de abrir los ojos, ver lo que hay y mirarlo de frente.

Porque mientras sigamos buscando algo mejor, nunca estaremos satisfechos con lo que ya tenemos. La felicidad siempre quedará ahí a lo lejos, en el horizonte, por mucho que trates de acercarte.

¿Qué es el ruido, en realidad?

En aquel sótano de la Complutense, me acostumbré a meditar con el ruido de la A-6. De hecho, se nos instruía en ciertas meditaciones a observar precisamente el «paisaje de los sonidos», dominado por esos zumbidos mecánicos que hacían vibrar el cuerpo entero. Al hacerlo, a veces experimentaba el ruido como ruido. O sea, como algo molesto, que me hacía añorar esas salas tranquilas de yoga con pajarillos en el patio. Pero no siempre.

En algunos momentos conseguía contemplar el sonido en sí: un rugido compuesto de olas que iban y venían, algunas más graves y profundas, otras más agudas, interrumpidas de vez en cuando por algún bocinazo o la vibración estrepitosa de mercancías que se agitaba en las profundidades de algún gran remolque. No sé si puedo decir que disfrutara de ello, pero sí que llegaba a regodearme un poco en un cierto aspecto, casi «musical», de este concierto improvisado por mil coches y camiones.

Quizás eso es lo que llegan a experimentar quienes asisten a conciertos de música contemporánea, para escuchar piezas tan peculiares como los «100 metrónomos» de Ligeti. Ese abrirse, con la curiosidad de un niño o una niña, a la experiencia sensorial del sonido puro.

Realizar el curso en aquel lugar, aparentemente tan poco propicio, me hizo reflexionar que no hay ningún ruido que sea ruido en sí mismo. La música de los bares, que incordia tanto a los vecinos, es evidentemente una banda sonora fantástica para la chavalería de marcha por la ciudad. Hay quien llega al éxtasis con la ópera, y quien no la soporta. La propia risa puede ser una tortura o un bálsamo, según la interpretemos. La valoración negativa de cualquier sonido, que lo convierte en «ruido», es algo que la mente añade a la información sensorial que llega desde los tímpanos.

Esa valoración, junto con la reacción emocional de disgusto, los pensamientos y asociaciones que surgen alrededor del estrépito de la A-6 («mercancías en el remolque», «vaya bocinazo», «m**** de tráfico», «a ver si ponen doble acristalamiento en esta sala», etc…), son fenómenos que van y que vienen en la mente, y que con la práctica del Mindfulness pueden observarse independientemente del sonido en sí. Cuando esto lo consigues, y ya no te identificas tanto con ellos, se sufre el ruido bastante menos. En la medida que lo consigues, de hecho, deja de ser ruido.

En definitiva, Gustavo y Rafa tenían bastante razón: el estruendo de la A-6 efectivamente fue nuestro maestro. El sótano de la Complutense no fue, después de todo, un mal sitio para aprender a meditar, sino todo lo contrario.

¿Entonces?

Esto nos trae de vuelta a la pregunta inicial. ¿Cuál es el mejor lugar del mundo para sentarte a meditar?

Yo diría: el que tienes a mano.

Lo más difícil de los ejercicios de Mindfulness es la constancia. Todos los estudios apuntan a que los beneficios requieren una práctica diaria. Por lo tanto, mejor aprovechar cualquier lugar donde puedas meditar hoy mismo, que dejar de meditar porque hay «demasiado» ruido, no es tu sitio habitual, falta el aire puro, hace frío, las vistas son feas, tienes poco espacio, se te olvidó el cojín, hay moscas en la sala, o cualquier otra excusa de esas que la mente suele sacarse de la manga. Incluso si no puedes sentarte, la meditación puede practicarse de pie. O tumbado. O caminando. No hace falta encontrar el lugar perfecto.

Es cierto que, sobre todo al principio, un lugar silencioso y tranquilo puede ayudarte a conectar con tu mundo interno. Y si hace frío, mejor cubrirte con ropa de abrigo o una manta. Tampoco es cuestión de sufrir.

Pero pronto te darás cuenta, si no lo has hecho ya, que los ejercicios de Mindfulness son tremendamente portátiles. Puedes meditar en la playa, sí, pero también en el metro, en la oficina, o en la sala de espera del centro de salud. De hecho, las prácticas están encaminadas a cultivar una forma de relacionarte con el mundo que puedes aplicar en cualquier momento del día. En un centro de salud, por ejemplo, sostener tus temores sobre la prueba médica que te espera en breve puede ser bastante más provechoso que meditar en cualquier embarcadero de postal.

Aunque, bueno, si da la casualidad que te encuentras con un embarcadero de postal…

La meditación: ¿Lo más aburrido del universo?

La meditación: ¿Lo más aburrido del universo?

Así, de primeras, la meditación no parece un pasatiempos muy divertido.

Te sientas. Sin moverte. En silencio. Reemplazando los giros dramáticos de tu serie favorita con el repetitivo vaivén de tu respiración.

Y ahí te quedas: 10 minutos, 20, 30, 40…

¿Qué llegan pensamientos, emociones, distracciones? ¿Incluso la trama de la última temporada de The Mandalorian? Déjalos pasar. Tú a lo tuyo. 

Como gran variedad, puedes cambiar de foco, de cuando en cuando: al cuerpo, a la respiración, a los propios contenidos de la mente. O incluso (¡party time!), abrir el foco del todo, a la totalidad de fenómenos que puedes percibir ahora mismo. 

 

Aburrido no —lo siguiente, oiga

Bueno, las primeras veces, cuando estás aprendiendo a meditar, el asunto puede tener su gracia, como algo exótico, una estampa chula para Instagram: el zafú, la esterilla, la voz del profe, las cosas tan peculiares que salen de su boca (“abriéndote a las sensaciones, ya sean agradables o desagradables.…”). Además tienes la cabeza que te bulle con los beneficios de los ejercicios de Mindfulness. Cuentas con el apoyo del grupo. Y es agradable, desde luego, ese silencio, esa calma.

Pero con el paso de los días, y no digamos las semanas, la cosa pierde algo de frescura. 

Luego, mucha frescura.

Hasta que llega un momento en que tu mente empieza a decirte: Ya está bien, ¿no?

Los Toreros Muertos

Me recuerda a una historia que me contaron sobre Los Toreros Muertos en los años 80. No sé si será solo una leyenda urbana, pero teniendo en cuenta otras gamberradas musicales de Pablo Carbonell y su tropa (¿como olvidar Mi aguita amarilla?), no me extrañaría.

Por lo visto, al final de un concierto, tocaron de bis una canción intencionadamente monótona, coreando “Igual igual, así así, igual igual, así así…” una y otra vez, sin parar. Al principio la gente reía, cantaba, saltaba y disfrutaba con la tontería. Pero al cabo de un rato, los fans empezaron a cansarse, y poco a poco fueron abandonando la sala, mientras la banda seguía con lo suyo: “Igual igual, así así, igual igual, así así…”. Consiguieron echarles a todos.

El irresistible encanto de la novedad

El ser humano busca siempre la novedad. O casi siempre. Lo que ya conocemos nos cansa y nos aburre, mientras que lo novedoso nos atrae. No hay más que ver a una niña con un nuevo juguete. O un friki de la tecnología en cuanto sale el último modelo de iPhone. Incluso las ratas de laboratorio se lanzan a explorar cualquier nueva sección de un laberinto.

La neurociencia ya tiene claro el proceso. Cuando aparece una novedad (y no la percibimos como amenaza), recibimos al instante una recompensa química: la dopamina. En este estudio de la revista Neuron, por ejemplo, los investigadores mostraron a un grupo varias imágenes anodinas de paisajes, interiores y rostros. Pero de vez en cuando, introducían alguna “peculiar” o “chocante”. Cada vez que esto sucedía, se activaban los centros de placer del cerebro, liberando una buena dosis de dopamina. ¡Mmm, qué rica!

Sin duda, este proceso ha proporcionado buena parte del combustible para el el progreso del ser humano a lo largo de la historia. Nos ha incitado siempre a aprender, innovar, construir, y explorar hasta el infinito y más allá. Lo que no sé es si nos habremos pasado un poco.

El fin del aburrimiento

En nuestro acelerado Siglo XXI, nos hemos acostumbrado a un ritmo de recambio realmente pasmoso. Cada año se lanzan 10.000 nuevas series de televisión, 5000 películas y 600 modelos de teléfono. Hay marcas de moda que lanzan hasta 900 novedades por semana, para que la juventud pueda variar su imagen en Instagram. En los supermercados norteamericanos aparecen 30.000 productos nuevos todos los años, desde innovaciones tan barrocas como las patatas fritas con sabor a capuccino, hasta opciones supuestamente sanas como esa sal rosa que a todos nos mola y que en realidad no tiene nada de especial, excepto que es rosa y que te la tienen que importar desde Pakistan (no exactamente desde el Himalaya, como suele creerse). Por otro lado, casi todo se fabrica intencionadamente para que dure poco, forzándonos a renovar nuestros muebles, coches, electrodomésticos cada pocos años.

Para el medio ambiente, esto no puede ser bueno. Pero desde luego nos deja ya sin excusas para aburrirnos, en un mundo que no deja de cambiar. ¿Que se te antoja una almohada con la cara de Nicholas Cage? ¡Dale! ¿Una hamburguesa hinchable gigante para tu pisci? ¡Claro que sí! ¿Un arnés con pajarita para tu gallina? ¡Lo tenemos, señorita! Y lo mejor es que basta sacar el móvil para poder ducharnos bajo la imparable cascada de nuevos tuits, post, tiktoks y demás contenidos que se generan sin cesar. Solo en Instagram, se publican unas 50.000 fotos por minuto. Y si los niños se ponen revoltosos, se les pone delante del Baby Shark y fuera. ¡Es infalible!

Diseñada para aburrir

Desde este punto de vista, la meditación es una locura absoluta: ¡parece diseñada a propósito para aburrirse como una ostra! ¿Acontentarte con lo que ya tienes? ¿Con lo que está presente aquí y ahora? Anda ya…

Sin embargo, las apariencias a veces engañan. Yo a veces me pregunto si las ostras realmente se aburrirán tanto como dicen. Quizás sus vidas estén llenas de emoción y aventura. Quién sabe.

Desde luego, en el caso de la meditación, resulta que no es tan aburrida como parece. Quizás, si has insistido un poco con la práctica, lo habrás comprobado en tu propia experiencia. De hecho, paradójicamente, el “no hacer” puede llegar a ser absolutamente fascinante. Precisamente porque al ignorar toda novedad externa, puedes fijarte bien en todo lo que ya tienes, aquí mismo, ahora mismo. Basta parar durante cinco segundos, respirar, y abrir bien los cinco sentidos, para darte cuenta que no necesitas mucho más. Ni siquiera una almohada con la cara de Nicholas Cage. Lo cual sería verdaderamente revolucionario.

El problema es pararse y abrir los cinco sentidos durante cinco segundos, claro. Sin distraerte, quiero decir. Para conseguir una tal hazaña, quizás necesites practicar, diariamente, durante algún tiempo.

Mañana a las 7:00 de la mañana… ¿otra vez?

Y no es nada fácil insistir con este hobby, día tras día. Cada vez que lo intentes, tendrás que superar la atracción de las redes sociales, de la nueva serie que has empezado a zamparte, de todo lo que llena tu agenda, de las infinitas novedades que te esperan ahí fuera para activar los centros de recompensa en tu cerebro. Quizás por eso tengan tanto éxito las apps que ofrecen decenas de miles de meditaciones guiadas para descargarte —¡no vaya a ser que te aburras de camino a la sabiduría!

Incluso cuando consigas sentarte por la mañana, antes de desayunar, tu mente se rebelará una y mil veces, buscando algo más interesante que la respiración o la contemplación de los sonidos. Se acordará de la reunión que tienes que preparar, o de la discusión de ayer con tu madre, o de esa canción tan divertida de los Toreros Muertos, o de las ratas en el laboratorio, o del café caliente y las tostadas crujientes que te esperan, o incluso del arnés para gallinas.

Lo fascinante es, justamente, todo esto: darte cuenta de la mente que se revuelve contra el aburrimiento, que trata de llevarte hacia aquí y hacia allá. Que lo consigue, y toma el control, hasta que vuelves a pillarla al volante. Y te preguntas, ¿entonces? ¿Dónde estaba yo? O incluso, poniéndote más filosófico: ¿Quién soy yo? Y vuelves a contemplar esos impulsos que van y vienen, esas ráfagas de pensamiento, esas emociones que calientan el cuerpo, esa narrativa interna que no tiene nada que envidiar a Netflix.

Paradójicamente, esta práctica tan sumamente aburrida, en principio, puede ser el punto de partida de una vida mucho menos rutinaria, menos predecible y más creativa —en definitiva, todo lo contrario del aburrimiento. Porque puedes empezar a desconectar el “piloto automático” para recuperar el volante, dándote la oportunidad de salirte de los caminos trillados y vivir la vida como lo que es: una aventura. Porque dejar de lado tus preocupaciones sobre el futuro y tus rumiaciones sobre el pasado te permite ver cada instante como lo que es: un regalo irrepetible. Y porque, tras encontrar todo un mundo de sensaciones en una inhalación, o en el sabor y la textura de una uva pasa, de pronto hasta lo más cotidiano puede revelarse como lo que es: una maravilla.

Las ostras, no lo olvidemos, generan perlas.

La sabiduría del Halloween

La sabiduría del Halloween

Estamos en un momento francamente terrorífico: la segunda ola del Covid amenaza con superar a la primera, en Estados Unidos se acercan unas elecciones de infarto, y ayer se produjo el segundo ataque terrorista en Francia en dos semanas.

Pero mi sobrino Leo está feliz, porque mañana es Halloween.

Leo, de 8 años, está obsesionado con la fiesta de los monstruos. De octubre a octubre sueña con el disfraz que usará para aterrorizar a todo el barrio. Dice que es “buenísimo asustando”. Y a juzgar por su nueva máscara, pintada por él mismo, en 2020 va a asustar mejor que nunca. (Nota: no enseño su creación en este post porque asusta de verdad. Pero los valientes que se atrevan pueden pinchar aquí)..

Antes de nada, quiero aclarar que Leo es un niño con cara de ángel, alegre, obediente, de buen corazón y con una gran sensibilidad artística y musical. Pero le ha fascinado siempre lo terrorífico. A los dos años, cuando sus padres querían entretenerle con Youtube, descubrieron que la estrategia no funcionaba ni con Disney ni con Barrio Sesamo. Lo que mejor le tenía calladito eran los horripilantes documentales de National Geographic sobre “añañas” enormes y peludas. Luego, a los cuatro años, descubrió el vídeo Thriller de Michael Jackson, y a partir de entonces solo hablaba de “zomis”. Con el Lego ha construido siempre lo que llama “casas rotas” —ruinas repletas de esqueletos, monstruos y algún ataud de vampiro. Y se conoce las tramas de una infinidad de películas y series que evidentemente no ha visto (ni verá hasta la adolescencia, espero), entre ellas Chucky, IT, The Walking Dead, Pesadilla en Elm Street, y por supuesto Halloween.

Quizás Leo sea un caso extremo (sus padres a veces se preocupan, por no hablar de su abuela), pero su fascinación con lo monstruoso es bastante habitual. No es por nada que tengan tanto éxito las pelis de terror, o que el octubre de calabazas talladas, telarañas decorativas y “truco o trato” se haya extendido por todo el planeta en las últimas décadas. En prácticamente todas las culturas humanas hay ritos, leyendas, monumentos y prácticas que giran alrededor del miedo, incluso del miedo más terrorífico de todos: el de la mismísmima muerte. Mucho antes que las máscaras de payasos asesinos, ya teníamos las tradicionales de demonios, brujas, fantasmas y trolls.

Cuidado con Chucky

El miedo tiene mala prensa, pero hay que decir que es maravilloso. ¿Alguna vez te has dado cuenta? Esta emoción, asociada a nuestro sistema de “lucha o huida”, es capaz de activar, casi al instante, todo un sistema de alarma diseñado para salvarnos de un peligro inminente. No hay más que ver cómo saltan, chillan y huyen las víctimas de esta pesadísima broma en la que Chucky, el Muñeco Diabólico, parece salir del cartel de su película. Si me gastan a mí una broma de este tipo, me da algo.

Lo de Chucky es una broma. Pero nuestro organismo no se anda con bromas. En una emergencia, la diferencia entre la vida y la muerte puede decidirse en fracciones de segundo. No hay tiempo para reflexionar, hacer un brainstorming con postits o pedir consejo por Whatsapp a tu grupo de amistades. En cuanto sale de la marquesina ese enano con el cuchillo, hay que salir por patas. ¡Luego ya se verá si era solo una broma de cámara escondida!

Por lo tanto, y por si acaso, inmediatamente toma el control de tu cuerpo el sistema nervioso autónomo —autónomo en el sentido de que no te pide el permiso, como un pilóto automático que agarra el volante en momentos de emergencia. Más concretamente, el hipotálamo (una pequeña glándula en el centro de tu cabeza) activa la rama “simpática” del sistema autónomo (se llama así, aunque de simpática tiene bien poco), desencadenando un envío masivo de señales de alarma a todos los órganos del cuerpo. Estas señales llegan en la forma de impulsos neuronales directos y también de sustancias químicas como la epinefrina (más conocida como adrenalina) y el cortisol.

Se trata de un sistema verdaderamente ingenioso. Al encenderse esta alarma corporal, algunos sistemas se activan mientras que otros se desactivan. Lógicamente, lo que se pone en marcha es todo aquello que necesitas para correr, trepar, golpear y, en general, salvar la piel, como por ejemplo:

  • El sistema circulatorio
  • El sistema respiratorio
  • El sistema musculo-esquelético.

Al mismo tiempo, y para ahorrar energía, se sacrifican sistemas que durante el “estado de alarma” pasan a un segundo plano:

  • El sistema inmunológico
  • El sistema reproductivo
  • Procesos cognitivos como la creatividad, el análisis o la memoria
  • El sistema digestivo (si te «meas» del miedo, o peor, es por esto)

Finalmente, y como bien sabes, puedes sentir unas ganas locas de gritar a pleno pulmón, lo cual viene bien para asustar a Chucky y pedir auxilio a cualquiera que pase por la zona.

Sin duda, esta reacción automática del miedo te habrá protegido de peligros en más de una ocasión. Por otro lado, también es cierto que la rapidez con la que actúa tiene sus desventajas. Por ejemplo, al interpretar tu cerebro que algo es un peligro, no siempre acierta. De hecho, no acierta mucho. Seamos honestos: no acierta casi nunca. En el 99% de los casos, lo que te pega el susto es un portazo por una corriente, un perro que ladra detrás de una verja, un bromista con un cuchillo de goma, o incluso el verdadero Chucky en algunas de sus películas.

Pero aun así, aunque solo te salve la vida una vez de cada cien, vale la pena. La prueba más clara de ello está en la genética no solo del ser humano, sino de la infinidad de especies animales que comparten con nosotros esta reacción automática. En la lucha por la supervivencia, tiene una clara ventaja evolutiva.

La ventaja de ser cebra

Dicho esto, los seres humanos tenemos un problema con el miedo que es exclusivo a nuestra especie. El biólogo Robert M. Sapolsky lo cuenta de forma memorable en su conocido libro Por qué las cebras no tienen úlcera. Imagínate unas cebras en la sabana. Cuando aparecen los leones y se lanzan a por ellas, las cebras probablemente experimentan algo muy similar a lo vivido por las víctimas del bromista disfrazado de Chucky. Al fin y al cabo, estos bellos equinos con traje a rayas también poseen un hipotálamo que regula su propio sistema nervioso autónomo y desencadena un estado de alarma generalizado en momentos de amenaza. ¡No hay más que ver cómo corren en este vídeo (y luchan contra los leones, si hace falta)!

Pero hay una diferencia crítica. En cuanto termina el ataque y los depredadores consiguen su presa o se dan por vencidos, las cebras vuelven a pastar, tranquilamente. Han sufrido un momento agudo de estrés, pero en cuanto se agota la reacción fisiológica, se olvidan y a lo suyo. Como bien sabrás por tu experiencia, en el mundo de los humanos no sería así.

—¡Pero has visto a esos leones!
—¡No me hables! ¡Que horror! ¡Toda esa sangre! ¡No hago más que ver como le devoraban a ese pobre!
—¡La sabana está plagada! ¡Cada vez hay más!
—¿Qué será de nosotras?
—Se han llevado al viejo Anselmo… ¡Seguro que soy el siguiente!
—Mira, mira, siguen ahí a lo lejos, los muy canallas.
—¿¿Dónde??

Podríamos continuar así durante horas, días y semanas. Como hacemos ahora con el Covid 19, con la crisis económica, con las «barbaridades» que hacen o dicen los políticos que no nos caen bien, con el cambio climático, y con las amenazas más cotidianas que nos rodean, desde la música del vecino a los mosquitos veraniegos.

El simio neurótico

Y si fuera solo eso… Porque el cerebro humano, tan sofisticado a la hora de de recordar, imaginar, anticipar y comunicar soluciones ingeniosas, también es capaz de recordar, imaginar, anticipar y comunicar peligros, tanto verdaderos como falsos.

O sea que no solo te estresas si te roban el móvil. Te estresa la idea de que te lo roben. O de que se te caiga. O de que se agote la batería en el momento menos oportuno. O de que te pida esa clave que no recuerdas. O de que hackers se hayan hecho con el control de tu cámara. O de que no haya cobertura, o wifi, o bluetooth. O de que sí haya, y te suene el aviso de Whatsapp en medio de la reunión (¿lo tengo encendido o apagado?). Etc, etc, etc…

En definitiva, somos una especie un tanto neurótica, con una capacidad única para mantener el estrés encendido día y noche. Y lo peor es que no mejoramos con el tiempo. Al contrario, con el paso de los siglos, la complejidad y aceleración de nuestras sociedades han empeorado notablemente la situación. Tenemos tantas cosas que nos podemos pasar las 24 horas del día preocupándonos por cada una de ellas. Hemos creado un sistema tan sofisticado de información que podemos estar enchufados las 24 horas al día a las peores y más preocupantes noticias frescas del planeta. Hay tanta competitividad que podemos dedicar las 24 horas del día al trabajo y aun así quedarnos con la impresión de que vamos muy retrasados en comparación con los demás. Tenemos a nuestro alcance tantos libros, películas, series, videojuegos, eventos culturales, bromitas de Whatsapp y posts en redes que podemos dedicar las 24 horas del día a todo ello, y aun así no llegaríamos a consumir ni un 1% de todo lo que hay. No es de extrañar que las 24 horas del día nos parezcan insuficientes, y vayamos corriendo de un lado al otro, con las agendas a rebosar, y practicando el multitasking.

El verdadero problema es este «estrés crónico». Los ataques de miedo agudo que experimenta cualquier mamífero son desagradables en el momento, pero mientras sean ocasionales, el cuerpo se recupera fácilmente. Si, por otro lado, pasamos la vida siempre medio alarmados, con los sistemas inmunológicos, digestivos y reproductivos bajo mínimos, es evidente que nuestra salud se va a resentir a largo plazo. Al mismo tiempo, todo lo que hagamos estará condicionado por estos miedos, que limitarán en gran parte nuestra libertad para actuar en situaciones que lo requieran.

Reírse del coco

Por eso nos gusta tanto, a los seres humanos, invocar a brujas, fantasmas y muñecos diabólicos de vez en cuando, en fiestas como Halloween. Tengo que darle la razón a mi sobrino Leo. La celebración del 31 de octubre es realmente fantástica, porque nos permite ponerle cara horripilante a los monstruos que nos aterran, reales o imaginarios, y transformarlos así en ridículos fantoches de los que burlarnos. Y tiene aun más sentido, si cabe, en este 2020 de espanto, con el maléfico virus acechando en cada superficie, en cada espacio cerrado, en cada palabra pronunciada. ¿No llevamos todo el año enmascarados? Hay incluso mascarillas temáticas.

La fiesta de las brujas y los monstruos nos proporciona una oportunidad para reconocer nuestros miedos, e incluso de crecernos ante ellos. En vez de ignorar la muerte, la enfermedad, la sangre, la violencia, las arañas y todo aquello que nos provoca espanto, las colocamos por un día (bueno, casi un mes entero ultimamente) en el escaparate. Y lo paradójico es que al mirar estos horrores de frente, al meternos incluso en su piel descolorida, en sus huesos expuestos, en su carne purulenta, pierden algo de su poder.

Es justamente la actitud que cultivamos en Mindfulness: enfrentarnos a la realidad tal y como es, sin dejar fuera aquellos aspectos que nos puedan desagradar, que son incómodos, dolorosos o abiertamente terroríficos. Incluso la muerte, que en la tradición budista se contempla de forma concreta en una sofisticada serie de meditaciones conocidas como Maranasati. Al fin y al cabo, ¿qué puede dar más valor a la vida, a cada momento y cada oportunidad, que su fin inexorable? En este texto, Frank Ostaseki, fundador del Zen Hospice Project, lo explica así:

No podemos estar verdaderamente vivos sin mantener una conciencia de la muerte.

La muerte no nos espera al final de un largo camino. La muerte nos acompaña siempre, en la misma médula de cada momento que pasa. Ella es la maestra secreta que está oculta a la vista de todos. Ella nos ayuda a descubrir lo que más importa. Y lo bueno es que no tenemos que esperar hasta el final de nuestra vida para hacer realidad la sabiduría que la muerte tiene que ofrecernos.

Y si Frank no te convence, quizás lo hagan estos fantasmillas de Woody Allen. ¡Feliz Halloween!

 

¿Es tu hambre emocional o física?

¿Es tu hambre emocional o física?

Vivimos frecuentemente en la búsqueda de algo mejor, de algo que nos de felicidad, algo distinto a lo que tenemos en este momento. Esta búsqueda nos genera ansiedad y estrés que, a veces, nos lleva a querer llenar ese hueco interno con otras cosas, por ejemplo, con la comida. Este hueco puede ser hambre emocional y nunca se rellenará con la comida. En ese momento comemos porque queremos huir de esa emoción que tenemos en ese momento, no queremos estar con ella, utilizando la comida como camuflaje.

¿A quién no le ha pasado que ha llegado a casa cansado, enfadado o aburrido y ha ido de una manera inconsciente a la nevera, sin sentir hambre física, en piloto automático, y ha comido más de la cuenta? En estos momentos devoramos la comida no porque tengamos hambre sino porque en esos momentos sentimos que es la única forma de calmar al animal que sufre dentro de nosotros. Existe muchos motivos o situaciones que nos desvían a una relación de dependencia con la comida, alejándonos así de nuestro instinto natural de alimentarnos y convirtiéndonos en esclavos de nuestro sufrimiento. 

 Comer con atención plena ayuda a las personas a aprender cómo conectarse con la experiencia de comer, comer con los 5 sentidos, no solamente cubriendo una necesidad fisiológica, sino haciendo del comer una experiencia agradable y consciente.

Si hacemos una pausa antes de comer, con observación y curiosidad, enfocando la mente, podemos descubrir que esto puede ser el condimento que le faltaba a nuestra comida. 

Mi nuevo curso de Mindful Eating

Este curso te permitirá volver a conectar con tus pensamientos, cuerpo y emociones de una manera amable y te permitirá: 

  • RE-establecer una relación saludable y alegre con la comida. 
  • Escapar de la culpabilidad que a veces se siente al comer. 
  • Aprendizaje de los nueve tipos de hambre. 
  • RE- conectar con los sentidos y con el cuerpo. 
  • Diferenciar entre hambre física y hambre emocional. 
  • Diferenciar entre estar lleno y estar satisfecho. 

Si quieres inscribirte o tienes cualquier duda, sigue este enlace.

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