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Con el avance de la vacunación, y tras el fin del segundo Estado de Alarma, nos vamos acercando a una vida menos de ciencia-ficción. Parece mentira que un bichito tan diminuto haya podido alterar hasta tal punto nuestras vidas cotidianas. Hasta hace poco, si entraba un tipo enmascarado en un banco, daba miedo. Ahora da miedo si entra sin máscara. 

No lo hemos soñado: llevamos encerrados en nuestras casas y sus alrededores desde el 15 de marzo de 2020, con alguna excepción en la época veraniega. Muchos nos hemos visto obligados a trabajar, practicar deporte e incluso asistir a bodas a través de Zoom. Y cuando se nos ha permitido salir fuera, ha sido con la obligación de llevar la dichosa mascarilla, aguantando la goma detrás de la oreja y el vaho en las gafas. Un gesto tan básico como abrazarse por la calle se ha convertido en un sueño anhelado que esperamos recuperar lo antes posible.

Más allá de las consecuencias para la salud física y económica que el Covid-19 puede habernos acarreado, convivir con todas estas restricciones a la movilidad y el contacto físico no ha sido fácil para nadie. Para mí tampoco. Pero a lo largo de todo ello, hay algo que me ha ayudado más de lo que me hubiera imaginado: una singular experiencia que viví, por casualidad, justo antes del inicio de la pandemia. 

Entre el 21 y el 28 de febrero de 2020, me sometí voluntariamente un confinamiento MUCHO MÁS SEVERO que la normativa impuesta por el gobierno de España, o incluso el Chino, en los peores momentos de la crisis sanitaria.

Acudí a un hotel rural en las afueras de Bilbao y me comprometí a seguir las siguientes normas durante siete días:

  • No hablar
  • No usar el móvil
  • No mirar ninguna pantalla
  • No leer
  • No escribir
  • No escuchar música
  • No mantener ningún contacto con nadie, de ningún tipo (ni siquiera mirarle a los ojos)
  • No moverme ni un milímetro durante buena parte del día

En otras palabras: asistí a un retiro de silencio, organizado por el Instituto Nirakara, para meditar y realizar otras prácticas contemplativas. Era el primero de mi vida. O más bien, el primero TAN LARGO.

Ya te vale

Es lógico hacerse la pregunta: ¿qué demonios impulsaría a alguien, en pleno Siglo XXI, a apuntarse a un régimen tan draconiano durante una semana entera, por voluntad propia? ¡Y para colmo pagando por ello! Yo también me lo pregunté varias veces, sobre todo al acercarse la fecha. Para quienes no me conozcan, soy un tipo más bien extrovertido, locuaz e inquieto (no hay más que fijarse en la extensión de posts como éste). Mi agenda suele estar llena a rebosar con tareas y proyectos, además de mis innumerables hobbies e intereses. Incluso de vacaciones, me gusta explorar el mundo, aprender cosas nuevas, subir montañas, bucear entre peces, hacer, hacer y hacer. 

¿Por qué entonces parar de forma tan radical?

El primer motivo estaba muy claro: era un requisito de mi formación como profesor de Mindfulness y MBSR. Pero más allá de eso, tenía también una cierta curiosidad. El yoga y la meditación formaban parte de mi rutina diaria desde hacía 25 años, y me atraía la idea de profundizar en la experiencia del Mindfulness. ¿Qué efectos tendría dedicarme a estas prácticas durante una semana entera, de viernes a viernes, sin interrupciones? Sin duda, era una oportunidad de oro para contrarrestar esa tendencia que tengo (y que comparto, me consta, con bastantes de mis contemporáneos) de llenar compulsivamente mis horas con actividades sin fin.

Además, sí que había asistido a varios retiros de silencio de un día, y me habían encantado. Es cierto que una semana entera asusta bastante más, pero mis compañeros del mundillo de Mindfulness recordaban estos retiros con gran emoción, como si me hablaran de un viaje al Caribe. Y se deshacían en elogios hacia los dos facilitadores que guiarían las prácticas: Bob Stahl y Florence Meleo-Meyer, colaboradores estrechos del mismísimo Jon Kabat-Zinn. 

Maravilloso, ¿no?

Del ruido al silencio

Me junté con otras tres profesoras del gremio para el viaje en coche desde Madrid a Bilbao, que transcurrió entre risas y cháchara animadísima. ¡Se notaban las ganas de apurar esas últimas horas de libertad parlanchina! Llegamos por la tarde del viernes al Hotel Amalurra (“Madre Tierra” en euskera), un complejo rural precioso rodeado de suaves colinas verdes. Tras dejar las maletas (y el móvil, apagado) en las habitaciones, nos dirigimos a la sala de meditación, un espacio redondo de paredes blancas y grandes ventanales, rodeado de jardines. Unas cincuenta personas nos fuimos sentando, la mayoría sobre cojines en el centro de la sala, algunas en sillas a lo largo de las paredes. 

Bob, Florence y Ana Arrabé nos dieron una cálida bienvenida y toda una serie de explicaciones, que una hábil traductora iba interpretando para quienes no entendían el inglés. Entre otras cosas, nos aclararon que lo del silencio no hacía falta seguirlo a rajatabla: si en algún momento necesitábamos comunicarnos (“¡Fuego!”), podíamos hacerlo. Pero la idea era retirarnos del mundanal ruido, incluida la interacción con los demás, en la medida de lo posible. También tendríamos varias sesiones durante la semana para compartir experiencias y preguntas, tanto en grupos pequeños como en sesiones individuales con Bob y Florence. Todo esto me tranquilizó bastante. 

Finalmente, tras una “última cena” en la que aun se nos permitía soltar la lengua libremente, volvimos al salón circular para iniciar el silencio.

—Venga, que os vaya muy bien— susurré a un par de amigas a pocos segundos del momento crítico. 

Fue entonces, al sentarme sobre mi cojín de meditación y mirar a mi alrededor, cuando me entró un vértigo tremendo. Pero ¿en qué me he metido? ¿Estaré loco? ¿Cómo voy a sobrevivir una semana en silencio total? ¡Socorro!

Ya era demasiado tarde para tirarme atrás.

Bob y Florence sonaron una campana que marcó, oficialmente, el inicio del retiro. Después de una hora de meditación en grupo, sonaron una segunda campana y volvimos cada uno a su habitación. Todos y todas calladitas a la cama. Como si nos hubieran castigado.  

 

Los dos primeros días: el infierno

No dormí muy bien, entre los nervios, los muelles del colchón, y los ruidillos (y aromas) de mis cinco compañeros de habitación. Pero me desperté con cierta ilusión por el inicio de esta aventura, y disfruté bastante de la ducha, el paseo al alba por los jardines de Amalurra, y la primera meditación en grupo. 

El desayuno, en el que solo se escuchában los tintineos de cucharillas y platos, el arrastrarse y crujir de sillas, el sorber y derramar de líquidos en tazas, tuvo momentos maravillosos. Sin duda resultaba un poco incómodo, artificial, raro de narices, eso de comer rodeado de gente sin poder mirarse, sin compartir sonrisas, sin… hablar, caramba. Pero por otro lado, suspender la palabra me permitió saborear a tope cada bocado de tostada crujiente y jugoso gajo de naranja.

Lo duro vino después. Al cabo de las horas. La agenda para el día básicamente consistía en alternar sesiones de meditación sentada con períodos de “caminar consciente”. Este último ejercicio consiste en dar unos 5-10 pasos, concentrándote en las sensaciones del caminar, darte la vuelta, y caminar otros 5-10 pasos. Así durante media hora, hasta la siguiente meditación sentada. En algún momento del día se nos ofrecía, como gran novedad, una sesión de yoga. Y por la noche, una charla sobre los fundamentos filosóficos del Mindfulness. 

Mi mente comenzó a rebelarse en serio a primera hora de la tarde. Ya habíamos meditado, caminado, meditado y caminado, toda la mañana. Y después de la comida, vuelta a empezar.

—¿Nos sentamos a meditar… OTRA VEZ? ¿¿Vas en serio??

La voz no provenía de fuera, evidentemente, sino de dentro. Literalmente escuché esas palabras en mi cabeza. Y muchas, muchas más, tanto de esa vocecilla como de otras. Toda una cacofonía de voces, de hecho. Que cada vez se iban desesperando con mayor descontrol y furia.

—No. Basta ya, por favor… Que me da algo. ¿Cuánto queda aun? ¿Toda la tarde así? ¿Y mañana lo mismo? ¿Y pasado? ¿¿TODA UNA SEMANAAAA??

Era como si mi craneo se hubiera convertido en un coche lleno de niños quejándose, llorando, gritando y revolviéndose en sus asientos, en un atasco interminable de Operación Retorno en Agosto, y para colmo con el aire acondicionado roto. La tentación de levantarme y largarme de ahí se me presentaba una y otra vez. Excepto que había venido hasta el Centro Amalurra, perdido en medio de la campiña vasca, en un coche que no era el mío. ¿Cómo pretendía volver a Madrid? Además, había venido para esto, ¿no? 

De vez en cuando abría los ojos y echaba alguna miradita a mi alrededor. Las otras 50 personas seguían ahí, sentadas, rígidas e inmóviles. Parecían sumidas en una calma beatífica. ¡Malditas! Había que aguantar como sea. Eso es lo que me repetía una voz más severa y paternal que a veces trataba de competir con el coro de niños llorones del coche atascado. 

—Aguanta, Eduardo, ¡aguanta! Lleva la atención a la respiración… a la inhalación… a esa sensación leve del aire que…

—Sí pero… ¿¿OTRA VEEEEEZ??

Así durante minutos, y más minutos, y cuartos de hora, y horas enteras, que se derramaban sobre mi cuerpo, lentas, densas y pegajosas como el asfalto fundido de todas las carreteras radiales de España. 

Me voy a volver loco —comenzaba a advertirme a mí mismo. Y lo peor era el temor, creciente, de que realmente no iba a poder con ello, y que la meditación no era para mí, que no tenía la fuerza, o el talento, o los recursos necesarios para convertirme en ese profesor de Mindfulness que quería ser.

Me había metido en una pesadilla. Una pesadilla sin fin. Bueno, con fin, pero un fin que parecía increíblemente lejano: ese viernes que llegaría tras el sábado, el domingo, el lunes, el martes, el miércoles y el jueves.

 

Un oasis de palabras

Conseguí aguantar, sí, hasta la cena. Y después de la cena (¡al fin!) llegaba la charla de esa noche, que pronunciaría Bob Stahl. Me pareció un oasis de palabras al final de aquella travesía por el desierto del silencio. Mil veces más apasionante que cualquier serie de Netflix o HBO. 

Bob es un hombrecillo encantador y risueño con cierto aire a David el gnomo. De hecho había vivido 8 años en el bosque, rodeado de gigantescos sequoias, como monje zen en un monasterio californiano. Condimentó su discurso filosófico con poemas, historietas personales y buenas dosis de humor. Puedes comprobar su estilo en el siguiente vídeo, en el que cita a Yoda para hablar de como “vivir sabiamente en tiempos de incertidumbre”. Si sabes algo de mi pasión por lo jedi, entenderás por qué Bob me cae tan bien.

Quizás lo más importante, esa noche del primer día entero de retiro, fue que Bob nos dio la enhorabuena por el esfuerzo, reconociendo que no es nada fácil frenar en seco y encontrarse con las mil y una resistencias de nuestras mentes agitadas. Ayuda saber, cuando sufres, que no eres el único en sufrir. De hecho, al citar la primera “noble verdad” del Budismo (Hay sufrimiento), empleó la versión muy poco ortodoxa de Jon Kabat-Zinn: Shit happens.

Tras este momento de respiro, y una última meditación, caí rendido en mi incómodo colchón. No me molestaron ni los muelles ni los ronquidos de mis compañeros. 

Pero la mañana siguiente, vuelta a empezar: meditación-caminar-meditación-caminar… Al poco rato, la práctica se me volvió tan cuesta arriba como la tarde anterior.

—¡No, noooo….! ¡¡CUALQUIER COSA menos esto!! —chillaban mis críos interiores. 

—Venga, que ya queda un día menos —trataba de apaciguarles mi voz paternal.

—Aun quedan cinco días. Cuéntalos: ¡CINCO! ¡¡Y yo ya no aguanto ni cinco minutos!!

—¡Pues te fastidias! —perdía la calma el padre al volante, sudando y soltando tacos— ¡Hay que aguantar! 

Mi cuerpo se volvía a hundir bajo todo ese alquitrán pesado y caliente de horas y horas e interminables horas que aun quedaban por delante. El viernes parecía una lejanísima y trémula mancha en el horizonte, un espejismo. 

Hasta que me volvió a la cabeza, como el fantasmilla de Yoda, algo que Bob Stahl había dicho:

—Quizás, en vez de esforzarte por mantener la concentración fija en la respiración, en vez de luchar contra ti mismo, puedes probar a… descansar la atención ahí. 

Bueno, no sé si es lo que dijo exactamente, pero así lo recordé. Y más que las palabras, fue ese aire bonachón de gnomo silvestre que me vino a la cabeza, la imagen de Bob sonriendo, con las manos enfiladas en los bolsillos de su vieja sudadera. 

Descansar, no esforzarse. Soltar, no agarrar. Permitir, no obligar. 

Me vino, de pronto, una iluminación. Ejem… exagero: una chispa creativa. 

Decidí que después de la comida, y antes de la primera meditación de la tarde, pasaría de todo y me echaría una buena siesta. Eso para empezar.

—¡¡Síiiiiii!! —chilló la chavalería en mi cabeza. Y el padre desquiciado también.

Así lo hice. Recuerdo ese momento de colarme en mi dormitorio, bajar las persianas, ponerme el pijama y esconderme bajo las mantitas, como uno de los grandes hitos de mi vida. 

A partir de entonces, todo cambió.

Descansar en el momento

Al volver a la meditación sentada, me di cuenta que, efectivamente, me había esforzado demasiado —aguantando y aguantando, cuando en realidad… no había nada que aguantar. Nadie me había pedido que soportara el peso de todas aquellas horas que quedaban hasta el viernes. Podía soltarlas de golpe, para ocuparme única y exclusivamente del peso de un solo momento: el presente. ¿Y qué mide un momento? ¿Cuánto pesa?

A partir de entonces, dejé de “practicar la meditación” para simplemente descansar, como decía Bob, en la respiración, en la postura sentada, en cada paso al caminar. Seguí experimentando, de cuando en cuando, sensaciones de cansancio o de frustración, y escuchando alguna de esas voces (“¡¿Otra veeeez?!”), pero ya no me angustiaban tanto, porque había dejado de pelearme con ellas. Iban y venían. De hecho, empezaron a venir cada vez menos. 

Era como si, tras un día y medio de pesadilla, despertara de un desagradable sueño. Y al despertar, me encontrara no en un “retiro de Mindfulness” con muchas prácticas que realizar, sino en un mundo bellísimo que se llama el planeta tierra, en una existencia maravillosa que se llama la vida, en un momento ideal que se llama el presente. Nada místico, ni complicado, ni especialmente exótico. Simplemente, la realidad desnuda de las cosas. El gorgojeo del río entre las piedras. El brillo diamantino del rocío sobre la hierba fresca. El latido líquido del corazón, reverberando en todo el cuerpo. Bob Stahl nos había citado a Antonio Machado: “Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar.” Tuve la impresión de haber entendido al poeta.

Nada de nada

Durante los siguientes días, aprendí un montón de cosas, sobre mis procesos mentales, mis emociones, mis luces visibles y mis sombras inexploradas. Por no hablar de mis compañeros de habitación. O de las demás charlas de Bob y de Florence Meleo-Meyer, un auténtico sol de mujer. Aquí no hay espacio para contarlo todo (de hecho, con mi habitual locuacidad, ya me estoy extendiendo demasiado). Pero la lección más importante fue que soy capaz de pasar varios días no solo sin decir absolutamente nada, sino también sin hacer absolutamente nada y (lo más importante) sin necesitar absolutamente nada. Ni móvil, ni tablet, ni radio, ni tele, ni libros, ni viajes, ni trabajo, ni conversación… ni siquiera compañía. 

Nada de nada de nada. 

Paradójicamente, en esa nada, descubrí una gran plenitud, una intensidad de vida que no era completamente nueva para mí, pero sí la tenía bastante olvidada. En su libro Walden, Henry David Thoreau cuenta que se retiró a las orillas de un lago, en plena naturaleza, para tratar de vivir deliberadamente, y llegar así a la esencia misma de la vida. Cuando lo leí por primera vez a los 16 años, en clase de literatura, su lectura me impactó. Más de tres décadas después, descubrí que los retiros de silencio servían un propósito idéntico. 

Solo si interrumpimos durante un tiempo suficiente la tiranía de nuestras agendas, las mil y una notificaciones del móvil, el parloteo constante y todas las demás distracciones, somos capaces de recordar cómo vivir la vida, sin más. No es algo que requiera leer a Thoreau o a los sabios de oriente. De hecho, a los cinco años se nos daba tremendamente bien. El problema es que con los hábitos mentales que vamos adquiriendo a lo largo de los años, requiere un esfuerzo titánico recuperar esta sencillez. (¿O es que ya me estoy esforzando demasiado otra vez?)

Se trata de darse cuenta que cada momento de la vida cuenta de verdad, y no es solo un medio para llegar a algún otro lugar más importante. Se trata de permanecer en contacto con lo más esencial, incluidos muchos aspectos de uno mismo y de la realidad que normalmente permanecen ocultos por nuestra tremenda, obstinada y condicionada falta de atención. Se trata, como decía Machado, de despertar.

 

Un viernes inolvidable

El viernes llegó, al fin. ¿Cómo no iba a llegar? Tras una última campanada, terminó el silencio y volvió la palabra. También volvieron las risas, los besos, los abrazos. Se abrió la veda para hablar libremente con toda esa gente con la que había convivido y compartido una experiencia tan peculiar e intensa. Fue la primera vez que escuché el tono de voz, el acento y la forma de expresarse de mis propios compañeros de dormitorio. Toda una fiesta de sorpresas y de alegrías.

De vuelta a Madrid en el coche, mientras mis tres amigas charlaban animadamente, me atreví a encender el smartphone. A los pocos segundos, la pantalla del dispositivo enloqueció con burbujas de aviso. Tras consultar los whatsapp más importantes, decidí asomarme a las noticias. Entonces, al abrir la portada del primer periódico, llegó el susto.

—Un momento. Tengo que contaros algo —anuncié, interrumpiendo la conversación—. ¿Os acordáis de lo del Covid-19?

—¿Lo de China? —preguntó alguien.

—Es que ya no es solo China… no os quiero asustar pero… las primeras 10 noticias de portada son TODAS sobre el virus. 

—¿QUÉEEE? —reaccionaron todas a la vez, abriendo sus propios teléfonos para comprobarlo.

Durante nuestro silencio mediático, la mortífera pandemia había comenzado a extenderse por Europa, a partir del norte de Italia. En España, de momento, solo se había detectado algún caso aislado, pero los expertos ya se temían lo peor. Dos semanas después se impondría el Estado de Alarma, y comenzaría el período más duro de confinamiento en nuestro país. 

¿Confinamiento?

Como todo el mundo, supongo, atravesé durante esas semanas de marzo y abril de 2020 fases de estupor, incredulidad, resistencia, claustrofobia, frustración, tristeza, soledad y miedo. Afortunadamente, el virus no se llevó a nadie de mi círculo más íntimo, pero sus consecuencias impactaron mi carrera profesional, mi economía, mis planes para el verano, y por supuesto mis relaciones familiares y personales.

Sin embargo, el haber superado mi semana de retiro en Amalurra, con unas restricciones tan extremas, me dio una perspectiva muy distinta hacia el confinamiento. Durante dos meses, no salí de mi piso excepto para las compras y para sacar la basura. Pero no me sentí muy “confinado”. Podía leer, escribir, disfrutar de la compañía de mi pareja, escuchar (¡o incluso bailar!) música, ver una serie en streaming, intercambiar memes divertidos por whatsapp, llamar por teléfono y por videoconferencia a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos y a mis sobrinas Clara y Sofía, que ya se estaban acostumbrando a abrazar y besar la pantalla. 

Sorprendentemente, me sentía bastante libre. Sobre todo porque, aunque podía disfrutar de todas estas cosas, acababa de descubrir que no necesitaba nada de esto en particular. Me bastaba con respirar. Y tampoco necesitaba pelearme con los aspectos de la realidad que no me gustaban, que eran muchos, desde luego. Paradójicamente, sentía que había vivido una vida más confinada antes del retiro de silencio. Confinada por todas esas aparentes necesidades, por hábitos automáticos, por miedos de todo tipo.

A veces, incluso a menudo, todo esto se me olvidaba. Pero luego, cuando me volvía el fantasmilla jedi de Bob Stahl a la cabeza para recordármelo, podía de nuevo descansar, soltar, permitir. Y también, desde luego, agradecer mi buena fortuna en comparación con tantas y tantas personas que luchaban por respirar, que perdían a seres queridos sin poder tan siquiera despedirse, que trabajaban en hospitales, o que tenían que gestionar el trabajo y los niños desde casa sin el espacio suficiente. Mi práctica diaria de meditación, yoga, paseos conscientes y demás ejercicios me ayudó, durante esos primeros meses de confinamiento, a mantener fresca esta forma de estar en el mundo. 

Un retiro extendido

De hecho, esto del Mindfulness me pareció tan útil, tan práctico, tan sumamente relevante al desafío del confinamiento que me animé a impartir sesiones gratuitas por Zoom el mismo 15 de marzo, primer día del Estado de Alarma, a toda la gente de mi entorno. Poco después me sumé a una iniciativa de Marta Cayuela para ofrecer un servicio continuo en distintos horarios, un proyecto que acabaría llamándose MoebiusMind, y más adelante ModoSer. Durante seis meses ofrecimos cientos de sesiones gratuitas. Aun hoy, además de nuestros cursos y sesiones de pago, seguimos realizando esta labor con sesiones de introducción y los Domingos ModoSer. 

El propio confinamiento, para muchas personas, ha sido una gran oportunidad para acercarse a estas prácticas. Casi como un retiro extendido. Jon Kabat-Zinn así lo planteó al ofrecer él también sesiones gratuitas todos los días durante varios meses. A nivel planetario, hemos parado un poco la máquina, y muchas personas han descubierto que pueden vivir sin tantas cosas, sin tantas actividades, sin tanto viaje y tanta interacción (que en sí pueden ser muy valiosas, sin duda, y dignas de disfrute). Es cierto que algunos colectivos, sobre todo el personal sanitario, los jóvenes entre 18-24 años y las personas con problemas previos de salud mental, han sufrido mayores índices de depresión, ansiedad y estrés post-traumático. Sin embargo, la mayoría de la población ha demostrado una resiliencia sorprendente, como este estudio de la Universidad Complutense ha comprobado. Entre otros resultados, los investigadores encontraron que un 60% de la población española considera que «a pesar del sufrimiento, la pandemia le ha humanizado».

Aun no sabemos cuando acabará todo esto. O si acabará del todo. Tampoco podemos saber cuando empezarán los próximos desafíos y oportunidades que nos depare el destino. Siempre ha sido así, en realidad, y siempre lo será. Lo único que podemos decidir es cómo enfrentarnos a todo ello. En mi experiencia, y la de incontables personas que han descubierto las prácticas contemplativas, una de las claves para minimizar el sufrimiento es apreciar cada gota de vida, tal y como es, en vez de esperar a que “todo esto pase” o que “llegue algo mejor” en algún futuro teórico. Y algo así no se alcanza solo pensando en ello o leyendo un post como éste (¿¿de verdad has llegado hasta el final??). Se alcanza con la práctica regular.

Tampoco hace falta apuntarse a un retiro de una semana entera. Basta empezar con cinco minutos. Incluso con cinco segundos. Incluso con 5 momentos. ¿Y cuánto dura un momento?

– – –

NOTA: Este domingo, mi compañero de ModoSer Iñaki Guridi ofrece un mini-retiro online de 3 horas. Y Marta Cayuela, co-fundadora de este proyecto, ofrece desde SacroVento otro de 4 horas. Si has «aguantado» hasta el final de este post, igual te animas a vivir una pequeña aventura en el silencio…

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