Las estresantes consecuencias del estrés crónico

Las estresantes consecuencias del estrés crónico

El estrés agudo, como he explicado en el primer post de esta serie, es un necesario sistema de alarma corporal que nos defiende de amenazas físicas como el fuego, un tigre de bengala que ha escapado del zoo o un conductor enfurecido que sale de su coche con un bate de beisbol en la mano. Este mecanismo activa partes del cuerpo necesarias para “luchar o huir”, como la musculatura y la circulación sanguínea, mientras que desactiva todo lo que pueda ahorrar energía, como los sistemas inmunológico, digestivo, cognitivo y reproductivo.

Hasta aquí, todo bien. Bueno, todo no, porque como expliqué en el segundo post de la serie, la mayoría de nuestros estresores en el Siglo XXI no son de tipo tigre. Gritar y golpear la impresora que no marcha empeorará el funcionamiento del aparato y posiblemente también tu estatus social y tu situación laboral. El sistema de “lucha o huida” suele ser contraproducente en la mayoría de los casos, hoy en día.

Pero además de esto, el estrés puede tener consecuencias muy nocivas si se alarga demasiado. El sistema de alarma está diseñado para momentos puntuales, ¡no para estar siempre encendido! Si la circulación sanguínea se mantiene acelerada, la musculatura tensa, y los sistemas inmunológico, cognitivo, digestivo y sexual bajo mínimos, el organismo se irá deteriorando y estará más expuesto al riesgo de enfermedades y accidentes. Esto es lo que llamamos el estrés crónico, y probablemente te suene.

Hay varios motivos por los cuales el estrés crónico abunda tanto. Diría que los principales son tres:

1. Nuestra vida de locos

Una fuente evidente de estrés tiene que ver con nuestro estilo de vida en el Siglo XXI. Te despiertas con una “alarma”. El espejo te devuelve una imagen de tu cuerpo que no se ajusta a los modelos de belleza omnipresentes. Corres para llevar a los peques al cole y para llegar al trabajo, mientras escuchas las últimas noticias sobre guerras, pandemias y catástrofes. Te encuentras con atascos en la carretera o aglomeraciones en el metro. Te enfrentas a jefes arrogantes, clientes difíciles, compañeros trepas, reuniones interminables, tecnologías mal diseñadas, reglas absurdas, deadlines imposibles. Te distraen mil avisos, alertas y mensajes del móvil. Te preocupas por los “likes” que obtendrán tus post en las redes y por la importancia exagerada que das a los “likes”. Sientes mala conciencia por lo que comes, lo que consumes, lo que tiras, lo que sufren las millones de personas que no tienen agua potable. Pero de momento tienes que elegir un nuevo smartphone, porque el que tienes se ha quedado terriblemente «anticuado»…

Sin duda, los seres humanos deberíamos ser capaces de organizarnos mejor. De diseñar una sociedad más humana y más justa. ¡Hay que ponerse manos a la obra! Pero mientras tanto, es lo que hay.

2. Internalización del estrés

Otro problema tiene que ver con la forma más habitual de gestionar el estrés, cuando ataca. ¿Qué haces cuando te vienen las ganas de pegarle un puñetazo a la impresora en medio de la oficina? Pues disimulas. Te “controlas”. Te lo tragas. Como no está bien visto expresar la rabia, el miedo, la confusión y el abatimiento que a menudo nos provocan las situaciones cotidianas, optamos por esconder estos sentimientos. De hecho, esta “internalización” de las emociones es un hábito que solemos tener completamente automatizado.

Esto significa que toda (o al menos parte) de la tensión muscular generada por la reacción de lucha o huida se acumula. Y también las consecuencias para la digestión, el sistema cardiovascular y otros mecanismos del cuerpo afectados por el estrés.

3. El cerebro sofisticado de Homo Sapiens

Como ya expliqué en mi anterior post, los seres humanos somos la especie más neurótica del planeta. Nuestra capacidad de recordar eventos pasados, imaginar futuros posibles, escuchar cuentos ajenos y en general perdernos en mundos mentales es maravillosa, pero también nos permite estresarnos por eventos que no han sucedido aún (y quizás nunca sucederán), o que no nos amenazan directamente. Me estresa el tráfico en la carretera pero también la idea de que pueda haber atasco. Potencialmente, podría dedicar el día entero a estresarme sobre el siguiente embotellamiento. Y lo mismo con la batería escasa de mi móvil, mis dolores de rodilla, las consecuencias del cambio climático en 2050, etc…

El estrés mata más que los tigres

Nuestra vida estresante, la tendencia a internalizar el estrés y la capacidad que tenemos de alarmarnos por eventos imaginarios son tres factores que contribuyen a mantenernos en un estado de estrés crónico. Pero el sistema de alarma del estrés agudo no puede mantenerse permanentemente encendido. Al menos, no sin consecuencias peligrosas para el cuerpo y la mente. La evolución lo diseñó para momentos puntuales –para defendernos de peligros físicos como los tigres. Un organismo que sufre estrés crónico acabará desarrollando diversas enfermedades y condiciones:

  • El estado de alerta continuo provoca insomnio y angustia
  • El bombeo más intenso de la sangre desgasta el sistema cardiovascular
  • La inhibición del sistema reproductivo contribuye a disfunciones sexuales
  • Las tensiones musculares desembocan en dolores y jaquecas
  • La inhibición del sistema inmunológico deja el cuerpo expuesto a infecciones
  • La del sistema digestivo provoca problemas en el estómago y el intestino
  • La del sistema cognitivo aumenta la probabilidades de accidentes
  • La inflamación de la piel se relaciona con problemas dermatológicos

El estrés se asocia, según algunos estudios, a más del 90% de las visitas al médico de cabecera.

Además, cada una de estas condiciones puede convertirse en un nuevo estresor, contribuyendo a un ciclo vicioso: estrés —> condición médica —> estrés.

Para colmo, a menudo tratamos de disimular o suprimir los síntomas del estrés con métodos antiestrés que quizás funcionen en el corto plazo, pero que a la larga tienden a empeorar el problema:

  • los ansiolíticos
  • el alcohol, el tabaco, la cafeína y las drogas
  • la hiperactividad
  • comer de forma compulsiva
  • la adicción a las noticias o las redes sociales

Estos “parches” y sus consecuencias provocan un nuevo ciclo vicioso: estrés —> parche —> consecuencia nociva —> estrés

A la larga, insistir en un estilo de vida excesivamente estresante, en el que se suprimen los síntomas con soluciones de corto plazo, puede llevar a un hundimiento total, ya sea de tipo fisiológico (crisis médica, sobredosis) o psicológico (burnout, depresión o incluso suicidio).

En definitiva, el estrés, diseñado para salvarnos de peligros graves como el ataque de un tigre, irónicamente se ha convertido en uno de los principales riesgos mortales de la era moderna. Menos de 100 personas al año mueren hoy en día por ataques de tigres, mientras qué millones pierden la vida por enfermedades cardíacas, infecciones, suicidio y otras condiciones asociadas al estrés crónico.

¿A que estresa leer todo esto? ¡Pido disculpas!

En los próximo post, hablaré de como cultivar al atención plena puede ayudar a gestionar la ansiedad, evitando los peores remedios antiestrés y cultivando hábitos más sanos.

¿Estrés? ¿Ansiedad? Bienvenid@ a la especie más neurótica del planeta

¿Estrés? ¿Ansiedad? Bienvenid@ a la especie más neurótica del planeta

En estos últimos días se me acelerado el ritmo cardíaco varias veces al toparme con la frase TERCERA GUERRA MUNDIAL en titulares, tertulias radiofónicas y conversaciones con amigos, a menudo acompañado por la alusión a BOMBAS NUCLEARES. No voy a entrar aquí en un análisis de las probabilidades de que el terrible conflicto en Ucrania desencadene un conflicto bélico más amplio, o incluso un auténtico apocalipsis. Simplemente hago notar que entre los seres humanos, tenemos la particular costumbre de estresarnos por eventos futuros que aun no se han verificado y que quizás no se verificarán nunca. Las golondrinas que acaban de llegar desde África esta primavera para anidar bajo el tejado de mi bloque de pisos no se preocupan por el peligroso viaje de vuelta de más de 30.000 kilómetros, a pesar de que perecerán en él una buena parte de ellas.

En mi anterior post expliqué que el estrés agudo es un mecanismo de alarma necesario sin el cual no habrías sobrevivido hasta leer estas líneas. El proceso de la evolución lo desarrolló para protegerte de pelígros físicos como los tigres “diente de sable” que abundaban cuando homo sapiens comenzó a caminar por la sabana. Desencadena, ante tales amenazas, una reacción de “lucha, huida o parálisis” para salvarte.

Pero, más allá de si Vladmir Putin te recuerda a un tigre diente de sable, ¿es útil esta reacción ante las noticias que nos llegan del conflicto ucraniano? Y sobre todo, ¿es bueno pasarnos la mitad del día estresados por la idea de una posible escalada que acabe con la civilización humana tal y como la conocemos, incluidos los churros con chocolate? Claramente, este mecanismo tiene sus defectos. Como mínimo, tres:

1. El mecanismo del estrés se equivoca (¡y mucho!)

Como ya habrás notado, la mayoría de las veces que te pegas un susto y se te acelera el corazón, se trata de una falsa alarma. El perro de un vecino que te ladra a todo volumen desde el otro lado de una verja. Una sombra extraña en la oscuridad que resulta ser un montón de ropa. Un email de tu jefe que al final resulta no contener nada amenazante –o por lo menos no tan amenazante como un tigre prehistórico.

No es que el mecanismo del estrés se equivoque de vez en cuando. La realidad es que se equivoca CASI SIEMPRE. ¡Salta a la mínima! Sin embargo, hay que decir que los sistemas de alarma son así. Según algunos estudios, más del 95% de las alarmas de robos en las casas resultan ser falsas. Y sucede algo parecido con las alarmas de incendios y de coches.

El asunto es que las alarmas tienen que saltar a la mínima, porque si no lo hicieran, se colarían por el sistema demasiados peligros reales. Si una noche caminas por una calle desierta de noche y de pronto ves que avanza hacia ti por la acera un tipo corpulento, con la calva tatuada, piercings y vestido con una sudadera desabrochada, ¿qué debe hacer tu mecanismo de lucha o huida? Probablemente no sea ningún criminal, o incluso si lo fuera lo más probable es que tenga otros asuntos de los que ocuparse. Pero no está de más que tu sistema nervioso autónomo te prepare para la acción… ¡por si acaso! Y que te cambies de acera.

Dicho esto, es un fastidio lo de las alarmas falsas. Tanto las de los coches que te despiertan en medio de la noche, como las del estrés. En estos días de adicción al «toiletscrolling», nuestros cerebros están sobrecalentados con pesadillas geopolíticas y económicas que van mucho más allá de la tragedia en curso en Ucrania o del peligro que corremos personalmente. La evolución nos ha diseñado así.

2. Los estresores, hoy en día, no son de “tipo tigre”

Hay que decir que hoy en día no solemos encontrarnos con muchos tigres por la calle. Los de dientes de sable se extinguieron hace 10.000 años, y las subespecies que aun sobreviven están todas en peligro de extinción. Más en general, si no vives en un escenario de guerra o trabajas como policía o volcanólogo, los estresores cotidianos que sueles encontrarte rara vez te enfrentan a un peligro físico que requiere una respuesta como la lucha o la huida:

  • tu ordenador
  • tu manager
  • tu hipoteca
  • la rabieta de tu hija
  • una noticia espantosa del telediario
  • un atasco inesperado
  • un cliente pesado
  • la organización de una boda
  • un problema con el wifi
  • una mudanza
  • la bolsa de basura que se rompe
  • una llamada publicitaria con una oferta de ADSL única y especial

En general, ponerte a gritar, a dar patadas o a correr en estas situaciones no suele ayudar. De hecho, suele ser contraproducente. Por ejemplo, los estudios sobre el computer rage (“la ira informática”) revelan que es bastante común golpear o arrojar los ordenadores, teclados, ratones, pantallas, impresoras y demás dispositivos electrónicos cuando dejan de funcionar como nos gustaría que lo hicieran.

Claramente, este tipo de reacciones solo pueden empeorar la situación. Y si en vez de golpear el monitor del ordenador probamos a hacerlo con  un cliente o un jefe, las consecuencias serán aún peores.

3. El estrés se dispara también con amenazas 100% imaginarias

El cerebro humano tiene la capacidad increíble de recordar eventos pasados, imaginar futuros posibles, escuchar cuentos ajenos y en general perderse en mundos que existen sólo en la imaginación. Esto es maravilloso. De hecho, probablemente sea la clave de nuestro impresionante éxito como especie.

Sin embargo, nuestra impresionante gimnasia mental tiene sus inconvenientes, y uno de ellos es la posibilidad de estresarnos por eventos que no han sucedido aún (y quizás nunca sucederán), o que no nos amenazan directamente. Por ejemplo, cualquier telediario puede asaltarnos con esas referencias a la TERCERA GUERRA MUNDIAL, BOMBAS NUCLEARES, PANDEMIAS GLOBALES, TERREMOTOS, CRACKS BURSÁTILES y demás horrores que no requieren una respuesta inmediata de tipo “lucha o huida”, pero que nos suben la tensión arterial igualmente. Algo parecido sucede con las películas de terror, acción o “drama”, que pueden llegar a hacernos saltar o pegar gritos en el asiento —¡sobre todo si son buenas!

Más allá de las pantallas, la propia mente crea sus propias “películas”, dedicando buena parte del día a evaluar el pasado o preocuparse sobre el futuro: “voy a llegar tarde”, “no le estoy cayendo bien”, “me he equivocado”, “qué pensarán de mí”, “y si pierdo el trabajo”, «y si realmente llega aquí la guerra»… Esta ansiedad cotidiana activa el sistema de alarma continuamente, a pesar de que como ya hemos visto no suele acertar casi nunca (problema número 1), y la respuesta física no suele ser muy útil (problema número 2).

Como cuenta Robert Sapolsky en su libro Porqué las cebras no tienen úlceras, nuestra imaginación desbocada es la causa de que Homo Sapiens pueda considerarse la especie más neurótica del planeta, el “Woody Allen” del reino animal.

¿Has visto alguna vez uno de esos documentales de naturaleza en los que las cebras se escapan de los leones? Las cebras sufren el estrés agudo igual que nosotros. El mecanismo de lucha o huida funciona con la misma rapidez e intensidad. Sin embargo, en cuanto pasa el peligro inmediato, las cebras vuelven a pastar tranquilamente, aunque los leones sigan merodeando en la distancia. En el mundo humano, ¡eso sería imposible! Nos pasaríamos todo el santo día alterados por la ansiedad, dándole vuelta a cómo nos iban a destripar esos terribles depredadores. Igual que ahora nos imaginamos ya en medio de un conflicto bélico nuclear, el caos social que provocaría un ataque masivo de hackers a nuestros sistemas informáticos o incluso un futuro régimen autoritario putiniano.

El resultado es que sufrimos lo que los psicólogos llaman el “estrés crónico”, un maratón de agobio y ansiedad que no es nada bueno para la salud. En el siguiente post hablaré sobre sus consecuencias, a veces tan mortíferas como las de un león o un tigre de verdad.

¿Qué es el estrés?

¿Qué es el estrés?

En este Siglo XXI de incertidumbre y sobresaltos, el estrés parece que sólo va a más: pandemias, cambio climático, guerra en Europa y un panorama económico de escalofrío. ¡No nos faltan ni los OVNIS que ahora el congreso norteamericano ha pedido que se investiguen! (Afortunadamente, tampoco hay pruebas consistentes de que estén pilotados por xenomorfos insectoides como los de la película Alien y sus secuelas).

Todo esto se añade al estrés cotidiano que ya teníamos, claro, y que nos ataca diariamente al encontrarnos con un atasco, una avispa, una avería del móvil o un alto directivo que acaba de leerse la prensa financiera. Cuando digo que nos «ataca», no exagero. Porque al hablar del estrés agudo, hay que recurrir a metáforas violentas y catastróficas: huracán emocional, explosión de rabia, puñetazo en el estómago, congelamiento cerebral, incendio en el cuerpo, disparo de adrenalina, ahogamiento de la voz, inundación de sudor.

¿De qué profundo infierno llega esta reacción tan desagradable? ¿Qué es, en definitiva, esto que llamamos el estrés?

¡Benditos nervios!

En realidad, cada día que vivimos y respiramos en este planeta deberíamos agradecer la existencia del estrés (y mas concretamente lo que suele denominarse el estrés agudo). Si has sobrevivido hasta leer estas líneas es porque este mecanismo de alarma corporal te ha salvado de mil caídas, choques, golpes, posibles asaltantes y demás peligros. Y no solo a ti, sino también a tu madre, a tu padre, a tus abuelas, bisabuelos, tatarabuelas y así sucesivamente hasta las primeras formas de vida que trataban de escapar del excesivo frío o defenderse de algún depredador. Desciendes de una larguísima y afortunadísima estirpe de supervivientes que se salvaron incontables veces gracias a un sistema de emergencia realmente ingenioso.

Cuando te asalta el estrés, parece como que pierdes el control y algo en ti te empuja hacia una de tres posibilidades:

  • Luchar: cierras los puños, vociferas y sueltas palabras malsonantes.
  • Huír: saltas como una acróbata, corres como un atleta y chillas como un mono en plena selva. 
  • Paralizarte: te congelas, con la cabeza hecha un lío, absolutamente incapaz de actuar. 

Efectivamente, este sistema de “Lucha o huida” (o en su versión completa “Lucha, huida o parálisis”), que describió en 1932 el fisiólogo de Harvard Walter Cannon en su libro La sabiduría del cuerpo, no pide amablemente tu permiso. Te secuestra, literalmente, el cerebro. 

¿Su excusa? Lo hace solo en “situaciones de emergencia”: cuando detecta una amenaza importante. Si te vas de picnic, pasas un rato agradable con tus amiguetes bajo un sol espléndido y no os molestan ni las abejas, este mecanismo te dejará disfrutar en paz. Pero si por el contrario te mandan a una arriesgada misión a LV-426, una luna del sistema Zeta Reticuli, y ahí descubres que los alienígenas xenomorfos insectoides sí existen, puedes prepararte para experimentar el estrés agudo un día sí y el otro también. En cuanto detectes la más mínima señal de un exoesqueleto negro, tu sistema de alarma corporal tomará el mando para que puedas reaccionar al instante con todo el armamento que tengas a mano.

El mecanismo lo gestiona el sistema nervioso autónomo, que como su nombre indica es autónomo, o sea que va por su cuenta y hace lo que le da la gana, no lo que tú quieras que haga. De hecho, a veces hace exactamente lo contrario de lo que tú quieres que haga. Pero en el caso de estos horripilantes aliens, probablemente te venga bien.

Veamos como funciona…

Alarmaaaaaaaa 

El sistema sigue los siguientes pasos:

1. Tu mente interpreta que se trata de una situación de emergencia. ¿Cómo? Los psicólogos Susan Folkman y Richard Lazarus fueron los primeros en proponer que se trata de un cálculo (muy rápido) que compara el nivel de amenaza con los recursos disponibles. ¿Un alienígena de dos metros de altura con ácido corrosivo en las venas? ¡Eso no es nada para la Lugarteniente Ellen Ripley y su equipo de marines, armados hasta los dientes! Pero ¿20 o 30? Eso ya es otra cosa: ¡una emergencia bien seria! (AVISO: Si no has visto la película, que sepas que el visionado de la siguiente escena es suficiente para subir tu tensión arterial).

2. La amígdala cerebral desencadena la alarma. La amígdala es una especie de “radar” que detecta no solo las amenazas sino cualquier elemento en el entorno especialmente interesante. Los espantosos xenomorfos, desde el punto de vista de la superviviencia, son MUY interesantes, y por eso la amígdala hará lo posible por que te dejes de tonterías y les prestes TODA tu atención.
3. 
El hipotálamo (una pequeña glándula en el centro de tu cabeza) activa el sistema nervioso autónomo.
4. El sistema nervioso autónomo difunde la alarma en todo el cuerpo. Para ello usa señales químicas (como la adrenalina y el cortisol) y eléctricas (a través de canales como el nervio vago). Estas señales actuan a toda velocidad para encender ciertos sistemas y apagar otros.

Lógicamente, lo que se pone en marcha es todo aquello que necesitas para enfrentarte, escaparte o esconderte de esas imponentes criaturas extraterrestres, como por ejemplo:

  • La respiración (“¡más oxígeno!”)
  • La circulación sanguínea (“¡que circule el combustible!”)
  • La vista (“¡abre bien las pupilas, que hay que saber exactamente dónde están!”)
  • El sistema musculo-esquelético (“lucha, corre o congélate, ¡pero YA!”).
  • Un proceso de inflamación en la piel (“¡preparados para cualquier infección si hay un corte!”).

Al mismo tiempo, y para ahorrar energía, se sacrifican sistemas que durante el “estado de alarma” pasan a un segundo plano:

  • El sistema inmunológico (“¡primero los aliens… ya nos encargaremos luego de los virus!”).
  • La sexualidad (“¡no es momento para juegos!”)
  • Procesos cognitivos como la creatividad, el análisis o la memoria (“¡no hay tiempo para brainstormings!”).
  • El sistema digestivo (“¡suelten lastreeeeee!”).

A todo esto se añaden otros mecanismos típicos del sistema, como pegar gritos (la clásica sirena de alarma para pedir ayuda y asustar a esos bichos gigantes… si es que tal cosa es posible) y la sudoración (para prevenir una excesiva temperatura corporal). 

Un sistema imperfecto

Este sistema de alarma, aunque sin duda maravilloso, no es perfecto. Como bien sabes por experiencia, a menudo se dispara sin buen motivo —como sucede con cualquier alarma de seguridad. Por ejemplo, si te has atrevido a visionar la escena de la película Aliens, es probable que se te haya acelerado el corazón y se te hayan abierto los ojos de par en par (¡mira que te lo advertí!). En las películas de terror, el público suele dar verdaderos saltos en los asientos del cine, por no hablar de los chillidos. ¿Cuántas veces nos asustamos por un ruido extraño en medio de la noche, un encuentro inesperado o el ladrido de un perro detrás de una verja?

Aquí podemos ver hasta qué punto se encienden las alarmas de las víctimas de un bromista vestido de tiranosaurus rex, uno de los monstruos más espantosos que sí han existido en nuestro propio planeta…

Lo que más hace gracia de esta broma es que “todo el mundo sabe” que los dinosaurios se extinguieron hace 65 millones de años. Sería absurdo pensar que un monstruo prehistórico pudiera realmente pasearse por el pasillo de una oficina en busca de su desayuno. Pero es que el mecanismo de lucha-huida-parálisis no te permite pensar racionalmente. El sistema nervioso autónomo te secuestra el cerebro y acabas actuando de forma descontrolada. 

Desafortunadamente, éste no es el único problema del sistema. En el siguiente post me centraré en sus numerosos defectos, sobre todo para los seres humanos: la especie más neurótica del planeta. 

Lo que nadie te contó sobre el yoga (II): la conexión nórdica

Lo que nadie te contó sobre el yoga (II): la conexión nórdica

En mi anterior post expliqué que el yoga postural tan conocido en Occidente no es tan antiguo como se suele creer ni procede de los sabios del Himalaya. Asanas como “la cobra” o “el guerrero” que se realizan en los gimnasios del Siglo XXI no aparecen citados ni en los Vedas ni tampoco en los célebres Yoga Sutras de Patanjali.

De hecho la palabra “yoga” (que suele traducirse como “unión”) no se asociaba hasta el Siglo XX con esterillas ni mallas de lycra, sino más bien con tres caminos clásicos que pretendían facilitar la “unión” con lo divino: ritos devocionales (Bhakti Yoga), acciones altruistas (Karma Yoga) y la “liberación” mediante el estudio filosófico y la práctica meditativa (Jnana Yoga). Un “cuarto camino” descrito por Patanjali hace 2000 años (pero casi olvidado hasta el Siglo XIX) también consistía básicamente en seguir una serie de normas éticas y luego aprender a controlar la respiración, los sentidos y la mente hasta alcanzar la “unión con el todo”. Un de los ocho pasos de este «Ashtanga Yoga» es «asana», pero se refería a la postura de meditación.

Entonces… ¿de dónde vienen los asanas, si no es del Himalaya?

Para esclarecer este misterio lo primero es entender que además de las cuatro tradiciones principales del yoga ya citadas se desarrollaron otras muchas variantes a lo largo de los siglos. Cada uno de estos métodos consistía en una técnica o camino particular para alcanzar la “unión” del yoga. Algunos ejemplos…

  • Mantra Yoga: repetición de palabras sagradas.
  • Nada Yoga: atención a los sonidos y la música.
  • Kriya Yoga: purificación mediante oraciones y prácticas ascéticas (en los Yoga Sutras, Patanjali lo considera una “preparación” para el Ashtanga Yoga).

Entre toda esta proliferación de yogas se encuentra una variante bastante sofisticada que codificó en el siglo XV el Hatha Yoga Pradipika, un texto en el que se unían elementos de escuelas anteriores. Los seguidores de este “Hatha Yoga,” heredera del budismo tántrico, realizaban numerosos ejercicios físicos, sobre todo de respiración, purificación y cierre (“bandha”) del cuerpo. Tales ejercicios se diseñaron para controlar ciertas esencias y energías vitales en las que creían los seguidores de la tradición (entre ellas la célebre energía “kundalini”). El Hatha Yoga Pradipika describe también 15 posturas físicas (los asanas), aunque 8 de ellas siguen siendo posturas de meditación sentada y otra más la postura de relajación tumbada (“savasana”). Una de las restantes 6 es Paschimottanasana, «la pinza»:

Desde hace al menos cinco siglos, por lo tanto, existen posturas como “el arco” (Dhanurasana) o “el pavo real” (Mayurasana). Con el tiempo, algunas escuelas de Hatha Yoga desarrollaron posturas adicionales y sus seguidores aprendieron a mantenerlas durante ratos largos. Sin embargo, ni siquiera los hatha yoguis ponían tanto foco en los asanas como se hace hoy en día. Formaban parte de una sofisticada disciplina corporal y espiritual con numerosos elementos como la dieta, la purificación y el control del proceso respiratorio, además de la meditación.

En cualquier caso, a principios del siglo XX el Hatha Yoga no gozaba de prestigio entre la alta sociedad India. En particular el yoga físico se asociaba a los excéntricos fakires que se cubrían de cenizas, fumaban hashish y realizaban sus contorsiones en la calle para conseguir alguna moneda de los viandantes. De hecho, los primeros maestros que exportaron el yoga a Occidente, como Swami Vivekananda o Paramahansa Yogananda (autor del célebre libro Autobiografía de un Yogi), no recomendaban el Hatha Yoga. El único asana que adoptaban era el de los Yoga Sutras de Patanjali: la postura de meditación.

La invención del yoga moderno

Las prácticas físicas se volvieron a popularizar a partir de mitades del siglo XX, gracias a una serie de maestros ahora prácticamente desconocidos como Swami Kuvalayananda y su pupilo Tirumalai Krishnamacharya, que según los historiadores desarrollaron un nuevo yoga postural a partir de varias influencias —no solo de la India sino también del movimiento de “cultura física” que se había difundido en los años 20 en Estados Unidos, el Reino Unido y Europa.

En aquella época surgieron numerosas disciplinas gimnásticas diseñadas para contrarrestar la vida sedentaria que llegó como consecuencia de la industrialización. Algunas de ellas, como la popular “gimnasia armónica” de Genevieve Stebbins, incorporaban además una dimensión holística y “espiritual” similar al del yoga. Los movimientos nacionalistas de aquel momento histórico, que daban mucha importancia al vigor y la fuerza física de los patriotas, impulsaron aun más esta moda.

La India colonial, a las puertas de la independencia, también buscaba crear una nación fuerte capaz de liberarse de la ocupación británica —a ser posible con un sistema de ejercicio autóctono. En este contexto, Krishnamacharya impartía sus clases en el Palacio de Jaganmohan, perteneciente a un marajá reformador que impulsó la educación, las artes y también la cultura física en su Reino de Mysore. El innovador yogui compartía el espacio con numerosos profesores de gimnasia, entrenadores militares y organizadores de todo tipo de juegos y deportes occidentales. Con el tiempo, Krishnamacharya fue incorporando elementos de todas estas disciplinas en sus lecciones para crear un nuevo “yoga” corporal. De hecho, otro de los profesores del palacio se reía de que su compañero “enseñaba trucos circenses y los llamaba yoga”.Algunas décadas más tarde, estos “trucos” los exportaron a Estados Unidos y Europa yoguis como Indra Devi (que triunfó en Hollywood con alumnas como Greta Garbo), Pattabhi Jois (creador del sistema “Ashtanga” que te será más familiar) y B.K.S. Iyengar (fundador del método Iyengar). La asociación de esta disciplina “India” con una exótica tradición milenaria de espiritualidad (¡y para colmo… ¡del Himalaya!) sin duda contribuyó a su atractivo.

Por lo tanto, no es exagerado afirmar que Krishnamacharya fue el “padre” del yoga moderno, junto con su maestro, sus alumnos y otros pioneros de la India tardocolonial. Las secuencias posturales que practicamos hoy en la playa frente a la puesta del sol no se remontan a la época de los rishis. Son inventos recientes que mezclan tradiciones Indias con ejercicios occidentales —en particular de escandinavia.

Desde Estocolmo al corazón de la India

Si no me crees (yo tampoco me creería) te recomiendo el fascinante libro El cuerpo del yoga: los orígenes de la práctica postural moderna, que hace algunos años puso patas-arriba el mundo del yoga con sus chocantes revelaciones. Su autor, el británico Mark Singleton, viajó a la India en los años 90 tratando sin éxito de encontrar ese yoga “auténtico” con el que soñaba. Le sorprendió descubrir, en lugares como Goa, Rishikesh o Delhi, que a las clases de asanas acudían sobre todo turistas. O sea, le sucedió como a una norteamericana apasionada del flamenco que llega a Madrid y se encuentra el Café de Chinitas repleto de sus compatriotas. ¿Dónde estaban las escuelas tradicionales? ¿Los verdaderos maestros del yoga postural? Resultaba casi imposible dar con ellos. ¡Incluso en el Himalaya!

Al volver a Inglaterra Singleton se dedicó a investigar el tema a fondo, llegando a completar una tesis doctoral sobre el asunto en la Universidad de Cambridge. En sus pesquisas se quedó atónito al descubrir que algunas de las posturas más icónicas del yoga contemporáneo como Virabhadrasana (“el guerrero”), Trikonasana (“el triangulo”), o Adho Mukha Svanasana (“el perro boca-abajo”) aparecen descritas y fotografiadas en un texto danés de 1924: Gimnasia Primitiva, de Niels Bukh.

Esta disciplina corporal se basaba en en una anterior escuela de gimnasia sueca creada por Per Henrik Ling que había revolucionado la educación física en todo el mundo, desde los colegios al entrenamiento militar. Da la casualidad de que también estaba ampliamente difundida en el subcontinente Indio en la época que Tirumalai Krishnamacharya impartía sus clases en el Palacio de Jaganmohan. De hecho, según una encuesta de la época llevada a cabo por el YMCA indio, estos dos sistemas escandínavos eran los más populares del país. Ni Bukh ni Ling habían viajado a la India. No se inspiraron en el yoga. Más bien debió ser al contrario: sus ejercicios fueron adoptados o modificados por Krishnamacharya.

En cuanto al famoso “Saludo al sol”, parece ser que fue nombrado y popularizado por el Raja de Aundh en su libro de 1928 The Ten-Point Way to Health: Surya Namaskars. Algunos historiadores creen que se derivó de los “dandas”, ejercicios de la lucha libre tradicional de la India. No formó parte del Hatha Yoga hasta que Krishnamacharya (que daba clase en la sala adjunta al espacio donde se enseñaba este fabuloso ejercicio) lo añadió a su repertorio. De hecho Yogendra, otro pionero del Hatha Yoga contemporaneo, criticó la mezcla del saludo al sol con el yoga como propio de gente “mal informada”.

Según Singleton, el yoga que conocemos hoy en día es el resultado de una mezcla de influencias que incluyen la gimnasia escandínava, la lucha libre tradicional de la India y el Hatha Yoga. Embajadores de esta disciplina como Indra Devi, B.K.S. Iyengar o Pattabhi Jois exportaron a Occidente un “yoga” bastante alejado de las prácticas que recomendaban los Yoga Sutras de Patanjali o incluso el Hatha Yoga Pradipika. El énfasis en los asanas posturales y el encadenamiento entre un asana y otro son fenómenos plenamente modernos.

El yoga y la pizza

Sin embargo, al combinarse con la moda de la cultura física occidental, estas prácticas obtuvieron una rápida acogida —en parte sin duda por la asociación romántica con una “tradición milenaria”, “mística” y “del Himalaya”. Gracias a ella el yoga postural ha contribuido a difundir ideas y prácticas que de otra manera nunca habrían llegado hasta la esquina de cualquier ciudad occidental. Además, como la pizza en Italia, el éxito global del yoga lo ha convertido en un elemento clave de la vida y la identidad de la India contemporánea. Si algún día viajas al Aeropuerto Indira Gandhi de Delhi te toparás con una impresionante escultura en espiral ascendiente que representa las doce posturas del Saludo al Sol. Una vez ahí podrás acudir a una infinidad de ashrams y escuelas en lugares como Goa, Rishikesh o la propia capital de Delhi —y no solo para turistas.

Yo, desde luego, me alegro de que así haya sido. ¿Qué más da el origen del yoga o de la meditación? ¿Qué importa si la pasta “italiana” la inventaron los chinos o si el tomate de la pizza llegó a Europa desde las Américas? Lo que cuenta es la experiencia única de enrollar unos espaguetis en el tenedor, o de meterle un primer bocado a esa combinación de masa horneada, queso fundido y salsa con orégano. ¡Mamma mía!

Posturas como Trikonasana quizás no tengan nada de mágico, exótico ni especialmente “oriental”, pero proporcionan un ejercicio fabuloso para el cuerpo. Además, si te las tomas como un “mindfulness en movimiento”, llevando la consciencia a cada postura, también lo serán para la mente. No considero que el yoga postural sea más o menos “auténtico” que el yoga de Patanjali. Como propone Mark Singleton, innovaciones modernas como el Iyengar o el Vinyasa son nuevas ramas del gran árbol del yoga que deben juzgarse por sus propios méritos.

A mí personalmente me han cambiado la vida. Además de salvar mi espalda y conectarme con un cuerpo que tenía muy abandonadito, me han acercado a ese asana original del que hablaban los rishis —la postura de meditación sentada— y de paso al yoga originario, milenario, que sí proviene de los sabios y sabias del Himalaya.

Agradezco profundamente a los rishis, a Genevieve Stebbins, a los gimnastas suecos, a Krishnamacharya y a todos los y las innovadoras que hicieron posible este peculiar invento de la familia humana. Y ahora basta: me voy a hacer un Saludo al Sol, que tengo la espalda reventada…

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Lo que nadie te contó sobre el yoga

Lo que nadie te contó sobre el yoga

Solemos creer (porque así nos lo han contado) que las posturas del yoga son «asanas» milenarios cuyos orígenes se remontan a la época de los sabios rishis: Trikonasana (“el triángulo”), Bhujangasana (“la cobra”), Adho Mukha Svanasana (el “perro boca-abajo”), y así hasta 84 o incluso 84.000 según dicen. Ya sólo escuchar esos nombres en sánscrito inspiran reverencias a aquellos hombres y mujeres de la antigüedad que, después de sus largas meditaciones en las cuevas del Himalaya, y justo antes de ponerse a escribir algún verso inspirado de los Vedas (los primeros textos sagrados del hinduismo), sin duda fluían con los movimientos del Saludo al Sol puntualmente al amanecer. Yo que llevo 25 años practicando el Hatha Yoga y 20 enseñándolo también me imaginaba hasta hace poco algo por el estilo.

Pero ¿es cierta esta bella leyenda?

Hmmm…

Como dicen en Hollywood (y supongo que también en Bollywood) la historia se “basa en hechos reales”. Pero en definitiva el cuento del yoga milenario es un mito, un ejemplo temprano del fake news, un claim de marketing que impresiona y fascina pero que no superaría el más mínimo control de veracidad. Se parece a la trola trendy de esa “sal rosa” que (al igual que el yoga) supuestamente viene del Himalaya.

¿Que no la tienes en tu cocina? ¡Por favor, no puede faltar en la mesa de ningún foodie que se precie! Sin embargo, los nutricionistas advierten que la sal rosa no es “más saludable” que la blanca de toda la vida (es más “natural”, sí, pero como la sal marina virgen). Los muy aguafiestas aseguran que hay que seguir empleando el salero con la moderación de un rishi. Además, para colmo… ¡la sal rosa ni siquiera viene del Himalaya!

Pero es que impresiona mucho esa asociación de la sal y el yoga con las montañas más colosales del planeta, bañadas nada menos que por el “sagrado” Río Ganges. ¡Menuda desilusión descubrir que los cristales rosados que espolvoreas sobre tus ensaladas en realidad se importan del Pakistan, a mil kilómetros del Everest! O que muchos supuestos asanas yóguicos se inventaron en Estocolmo

¿¿CÓMO QUE EN ESTOCOLMO??

Espera un momento, que nos estamos precipitando. Primero tendré que definir un poco mejor de qué estamos hablando realmente…

¿Yoga? ¿Qué yoga?

Antes de nada, quiero aclarar que me CHIFLA el yoga postural, ese que suele denominarse Hatha Yoga con sus numerosas variaciones: Ashtanga, Iyengar, Vinyasa, Yin, Anusara, Bikram… Si conoces mi libro Yoga a la siciliana, cuyos capítulos se titulan como los asanas más conocidos, lo sabrás. No pasa ni un día sin que dedique algún rato a colocarme en diversas posturas de estiramiento y equilibrio. Mis vecinos, que de vez en cuando me pillan delante del balcón de mi piso in fraganti, lo podrán atestiguar. Una de las primeras palabras que pronunció mi sobrino Dario, al ver a su tío Edu equilibrado sobre su cabeza, fue “yoba”.

¡Menos mal que me apunté, en 1998, a mi primera clase en el Himalayan Yoga Institute (el fundador de esta escuela, debo aclarar, realmente nació y se formó en el Himalaya)! Yo a los 23 años tenía la espalda tan fastidiada que sufría los achaques de un cincuentón gracias a mi vida sedentaria y una alergia aguda al deporte que padecí desde pequeño. Ahora, con cincuenta años cumplidos, puedo presumir de haber conquistado la espalda de un veinteañero un poco enclenque pero relativamente sano. A lo largo de estas tres décadas el yoga me ha permitido mantener el cuerpo en forma a pesar de seguir dedicando demasiadas horas a la terrible “Postura del Despacho”. ¡La misma que estoy adoptando ahora, mientras preparo este post!

Aun más importante, esta disciplina física fue mi puerta de entrada a la filosofía oriental y sus prácticas contemplativas. Al adoptar los asanas, primero en el Himalayan Institute y luego en las escuelas Sivananda y Satyananda, aprendí a prestar atención a cada postura, a cada parte del cuerpo, a cada etapa de esfuerzo y de descanso; a prestar atención DE VERDAD, con interés y curiosidad, sin juzgar la experiencia, abriéndome a sensaciones agradables y desagradables; tratando de sonreír y no insultar al monitor cuando alargaba el estiramiento más de lo debido, y luego algo más, y otro poquito más, y más y más y más y MÁS. En otras palabras: aprendí a practicar eso que últimamente llamamos Mindfulness y que los gatos hacen de forma tan natural: estar en lo que estás.

Esta presencia abierta se entrena en todas las prácticas contemplativas, desde las artes marciales, el tai-chi o la caligrafía japonesa hasta la meditación sentada que acabé integrando en mi rutina diaria. En el Hatha Yoga es una de las claves. ¿Qué distingue una sesión yoguica de una vulgar tabla de ejercicios? Precisamente esto: la unión entre la consciencia y el cuerpo. El propio vocablo sánscrito “yoga” suele traducirse como “unión”. De hecho, está emparentado con palabras como “yugo” y “yuxtaposición”.

El verdadero yoga del Himalaya

La palabra “yoga” sí que aparece en los Vedas y otros antiguos escritos de Oriente. Se refiere a la unión de todo lo que compone al ser humano, incluido (según la filosofía hiduista) su aspecto divino. A menudo se refiere también a otras ventajas que proporciona esta unión, como el control (que también proporciona un “yugo”) sobre los bueyes tozudos y rebeldes de la mente y el cuerpo. 

Entre todas estas ventajas, el objetivo último al que apuntaban los rishis es la posibilidad de alcanzar una visión clara de la realidad, un estado de liberación del sufrimiento y de dicha absoluta, una verdadera “unión con el todo” que según diversos exploradores avanzados del mundo interior (y no solo los yoguis de la India) puede alcanzarse mediante las prácticas contemplativas. En definitiva, se trata de un asunto bastante ambicioso que probablemente no vayas a alcanzar haciendo el Saludo al Sol mañana por la mañana, por bonito que sea el alba. Aunque bueno… ¡nunca se sabe!

Algunos ejemplos del uso de la palabra «yoga» en textos con alrededor de dos milenios de antigüedad:

  • «No hay placer ni sufrimiento para alguien que se hace uno con su cuerpo. Eso es yoga.» Vaisheshika Sutra 5.2.16
  • «Esto, el sujetar firmemente los sentidos y la mente, es lo que se llama Yoga.» Katha Upanishad 6.10
  • «Abandona todo apego al éxito o al fracaso. Esa clase de ecuanimidad se denomina yoga.» Bhagavad Gita 4.48

Los 4 caminos clásicos del yoga

Dentro del hinduismo se desarrollaron distintos “caminos” para ir avanzando hacia esta unión del yoga. Las tres vías más tradicionales son:

  • Bhakti yoga (yoga devocional): ritos, oraciones, cantos y otras formas de adorar a alguna de las múltiples divinidades que representan aspectos de Brahman (la realidad última, que según la filosofía Advaita Vedanta consiste en la totalidad indivisible de todo el universo).
  • Karma yoga (yoga de la acción desinteresada): dedicación altruista de los talentos y el conocimiento a distintos ámbitos de la vida y la sociedad.
  • Jnana yoga (yoga del conocimiento): búsqueda de la verdad mediante la meditación, la lectura, la interacción con un maestro y otras prácticas ascéticas.

¿A que no las ofrecen en tu gimnasio de la esquina? Pero quizás ahora entenderás por qué a Mahatma Gandhi se le consideraba un gran yogui a pesar de que nunca se le vió adoptando la postura de la cobra o el cuervo.

Una cuarta tradición te sonará más: Ashtanga Yoga. Sin embargo, más allá del nombre, tampoco tiene mucho que ver con ese Ashtanga Yoga tan dinámico que encontrarás en tu centro de fitness. El Ashtanga Yoga originario (también conocido como Raja Yoga) se basa en los Yoga Sutras de Patanjali, compuestos hace unos quince o veinte siglos pero prácticamente olvidados hasta el XIX, cuando el monje y filósofo indio Swami Vivekananda revivió el interés en este antiguo texto. En los Yoga Sutras, Patanjali incluye “asana” como uno de los ocho pasos para conseguir la “unión” del yoga (“ashtanga” significa, literalmente, “ocho miembros” o “partes”).

¡Ajá! ¡Asana! ¡Por fin! Cuando aprendí a realizar “la cobra”, “el triángulo”, el “perro boca abajo” y todas esas posturas tan conocidas del yoga, los maestros siempre me citaban como fuente a Patanjali. Sin embargo, si consultas el texto de sus Yoga Sutras verás que lo único que dice de «la postura» (en singular) es que debe tener las cualidades de firmeza y comodidad. ¿De qué postura hablaba? Pues de la clásica postura de meditación, claro está, porque en el resto del libro no habla de otra cosa. Según el método de Patanjali, más sistemático que las tres vias clásicas del yoga, los pasos a seguir para alcanzar la «liberación» tienen poco que ver con estirar el cuerpo:

  • Yama y Niyama: normas éticas como la honestidad, la austeridad, el respeto o la no-violencia
  • Asana: postura firme y cómoda (sentada)
  • Pranayama: control de la respiración
  • Pratyahara: control de los sentidos
  • Dharana: concentración en el objeto de meditación
  • Dhyana: inicio de la unión entre el observador y el objeto
  • Samadhi: unión total y duradera entre el observador y el objeto

Entonces… ¿de dónde vienen los asanas (¡en plural!), si no es de los Yoga Sutras, ni de los Vedas, ni del dichoso Himalaya?

En mi próximo post podrás leer la conclusión de este fascinante misterio, que como los thrillers novelescos más populares de los últimos años, nos llevará hasta los oscuros y fríos países nórdicos.

Si quieres una pista y no te asustan los spoilers, puedes consultar este vídeo de un sistema sueco de gimnasia inventado hace mas de dos siglos. 

¿Qué diría Lisbeth Salander?

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