Estamos en un momento francamente terrorífico: la segunda ola del Covid amenaza con superar a la primera, en Estados Unidos se acercan unas elecciones de infarto, y ayer se produjo el segundo ataque terrorista en Francia en dos semanas.
Pero mi sobrino Leo está feliz, porque mañana es Halloween.
Leo, de 8 años, está obsesionado con la fiesta de los monstruos. De octubre a octubre sueña con el disfraz que usará para aterrorizar a todo el barrio. Dice que es “buenísimo asustando”. Y a juzgar por su nueva máscara, pintada por él mismo, en 2020 va a asustar mejor que nunca. (Nota: no enseño su creación en este post porque asusta de verdad. Pero los valientes que se atrevan pueden pinchar aquí)..
Antes de nada, quiero aclarar que Leo es un niño con cara de ángel, alegre, obediente, de buen corazón y con una gran sensibilidad artística y musical. Pero le ha fascinado siempre lo terrorífico. A los dos años, cuando sus padres querían entretenerle con Youtube, descubrieron que la estrategia no funcionaba ni con Disney ni con Barrio Sesamo. Lo que mejor le tenía calladito eran los horripilantes documentales de National Geographic sobre “añañas” enormes y peludas. Luego, a los cuatro años, descubrió el vídeo Thriller de Michael Jackson, y a partir de entonces solo hablaba de “zomis”. Con el Lego ha construido siempre lo que llama “casas rotas” —ruinas repletas de esqueletos, monstruos y algún ataud de vampiro. Y se conoce las tramas de una infinidad de películas y series que evidentemente no ha visto (ni verá hasta la adolescencia, espero), entre ellas Chucky, IT, The Walking Dead, Pesadilla en Elm Street, y por supuesto Halloween.
Quizás Leo sea un caso extremo (sus padres a veces se preocupan, por no hablar de su abuela), pero su fascinación con lo monstruoso es bastante habitual. No es por nada que tengan tanto éxito las pelis de terror, o que el octubre de calabazas talladas, telarañas decorativas y “truco o trato” se haya extendido por todo el planeta en las últimas décadas. En prácticamente todas las culturas humanas hay ritos, leyendas, monumentos y prácticas que giran alrededor del miedo, incluso del miedo más terrorífico de todos: el de la mismísmima muerte. Mucho antes que las máscaras de payasos asesinos, ya teníamos las tradicionales de demonios, brujas, fantasmas y trolls.
Cuidado con Chucky
El miedo tiene mala prensa, pero hay que decir que es maravilloso. ¿Alguna vez te has dado cuenta? Esta emoción, asociada a nuestro sistema de “lucha o huida”, es capaz de activar, casi al instante, todo un sistema de alarma diseñado para salvarnos de un peligro inminente. No hay más que ver cómo saltan, chillan y huyen las víctimas de esta pesadísima broma en la que Chucky, el Muñeco Diabólico, parece salir del cartel de su película. Si me gastan a mí una broma de este tipo, me da algo.
Lo de Chucky es una broma. Pero nuestro organismo no se anda con bromas. En una emergencia, la diferencia entre la vida y la muerte puede decidirse en fracciones de segundo. No hay tiempo para reflexionar, hacer un brainstorming con postits o pedir consejo por Whatsapp a tu grupo de amistades. En cuanto sale de la marquesina ese enano con el cuchillo, hay que salir por patas. ¡Luego ya se verá si era solo una broma de cámara escondida!
Por lo tanto, y por si acaso, inmediatamente toma el control de tu cuerpo el sistema nervioso autónomo —autónomo en el sentido de que no te pide el permiso, como un pilóto automático que agarra el volante en momentos de emergencia. Más concretamente, el hipotálamo (una pequeña glándula en el centro de tu cabeza) activa la rama “simpática” del sistema autónomo (se llama así, aunque de simpática tiene bien poco), desencadenando un envío masivo de señales de alarma a todos los órganos del cuerpo. Estas señales llegan en la forma de impulsos neuronales directos y también de sustancias químicas como la epinefrina (más conocida como adrenalina) y el cortisol.
Se trata de un sistema verdaderamente ingenioso. Al encenderse esta alarma corporal, algunos sistemas se activan mientras que otros se desactivan. Lógicamente, lo que se pone en marcha es todo aquello que necesitas para correr, trepar, golpear y, en general, salvar la piel, como por ejemplo:
- El sistema circulatorio
- El sistema respiratorio
- El sistema musculo-esquelético.
Al mismo tiempo, y para ahorrar energía, se sacrifican sistemas que durante el “estado de alarma” pasan a un segundo plano:
- El sistema inmunológico
- El sistema reproductivo
- Procesos cognitivos como la creatividad, el análisis o la memoria
- El sistema digestivo (si te «meas» del miedo, o peor, es por esto)
Finalmente, y como bien sabes, puedes sentir unas ganas locas de gritar a pleno pulmón, lo cual viene bien para asustar a Chucky y pedir auxilio a cualquiera que pase por la zona.
Sin duda, esta reacción automática del miedo te habrá protegido de peligros en más de una ocasión. Por otro lado, también es cierto que la rapidez con la que actúa tiene sus desventajas. Por ejemplo, al interpretar tu cerebro que algo es un peligro, no siempre acierta. De hecho, no acierta mucho. Seamos honestos: no acierta casi nunca. En el 99% de los casos, lo que te pega el susto es un portazo por una corriente, un perro que ladra detrás de una verja, un bromista con un cuchillo de goma, o incluso el verdadero Chucky en algunas de sus películas.
Pero aun así, aunque solo te salve la vida una vez de cada cien, vale la pena. La prueba más clara de ello está en la genética no solo del ser humano, sino de la infinidad de especies animales que comparten con nosotros esta reacción automática. En la lucha por la supervivencia, tiene una clara ventaja evolutiva.
La ventaja de ser cebra
Dicho esto, los seres humanos tenemos un problema con el miedo que es exclusivo a nuestra especie. El biólogo Robert M. Sapolsky lo cuenta de forma memorable en su conocido libro Por qué las cebras no tienen úlcera. Imagínate unas cebras en la sabana. Cuando aparecen los leones y se lanzan a por ellas, las cebras probablemente experimentan algo muy similar a lo vivido por las víctimas del bromista disfrazado de Chucky. Al fin y al cabo, estos bellos equinos con traje a rayas también poseen un hipotálamo que regula su propio sistema nervioso autónomo y desencadena un estado de alarma generalizado en momentos de amenaza. ¡No hay más que ver cómo corren en este vídeo (y luchan contra los leones, si hace falta)!
Pero hay una diferencia crítica. En cuanto termina el ataque y los depredadores consiguen su presa o se dan por vencidos, las cebras vuelven a pastar, tranquilamente. Han sufrido un momento agudo de estrés, pero en cuanto se agota la reacción fisiológica, se olvidan y a lo suyo. Como bien sabrás por tu experiencia, en el mundo de los humanos no sería así.
—¡Pero has visto a esos leones!
—¡No me hables! ¡Que horror! ¡Toda esa sangre! ¡No hago más que ver como le devoraban a ese pobre!
—¡La sabana está plagada! ¡Cada vez hay más!
—¿Qué será de nosotras?
—Se han llevado al viejo Anselmo… ¡Seguro que soy el siguiente!
—Mira, mira, siguen ahí a lo lejos, los muy canallas.
—¿¿Dónde??
Podríamos continuar así durante horas, días y semanas. Como hacemos ahora con el Covid 19, con la crisis económica, con las «barbaridades» que hacen o dicen los políticos que no nos caen bien, con el cambio climático, y con las amenazas más cotidianas que nos rodean, desde la música del vecino a los mosquitos veraniegos.
El simio neurótico
Y si fuera solo eso… Porque el cerebro humano, tan sofisticado a la hora de de recordar, imaginar, anticipar y comunicar soluciones ingeniosas, también es capaz de recordar, imaginar, anticipar y comunicar peligros, tanto verdaderos como falsos.
O sea que no solo te estresas si te roban el móvil. Te estresa la idea de que te lo roben. O de que se te caiga. O de que se agote la batería en el momento menos oportuno. O de que te pida esa clave que no recuerdas. O de que hackers se hayan hecho con el control de tu cámara. O de que no haya cobertura, o wifi, o bluetooth. O de que sí haya, y te suene el aviso de Whatsapp en medio de la reunión (¿lo tengo encendido o apagado?). Etc, etc, etc…
En definitiva, somos una especie un tanto neurótica, con una capacidad única para mantener el estrés encendido día y noche. Y lo peor es que no mejoramos con el tiempo. Al contrario, con el paso de los siglos, la complejidad y aceleración de nuestras sociedades han empeorado notablemente la situación. Tenemos tantas cosas que nos podemos pasar las 24 horas del día preocupándonos por cada una de ellas. Hemos creado un sistema tan sofisticado de información que podemos estar enchufados las 24 horas al día a las peores y más preocupantes noticias frescas del planeta. Hay tanta competitividad que podemos dedicar las 24 horas del día al trabajo y aun así quedarnos con la impresión de que vamos muy retrasados en comparación con los demás. Tenemos a nuestro alcance tantos libros, películas, series, videojuegos, eventos culturales, bromitas de Whatsapp y posts en redes que podemos dedicar las 24 horas del día a todo ello, y aun así no llegaríamos a consumir ni un 1% de todo lo que hay. No es de extrañar que las 24 horas del día nos parezcan insuficientes, y vayamos corriendo de un lado al otro, con las agendas a rebosar, y practicando el multitasking.
El verdadero problema es este «estrés crónico». Los ataques de miedo agudo que experimenta cualquier mamífero son desagradables en el momento, pero mientras sean ocasionales, el cuerpo se recupera fácilmente. Si, por otro lado, pasamos la vida siempre medio alarmados, con los sistemas inmunológicos, digestivos y reproductivos bajo mínimos, es evidente que nuestra salud se va a resentir a largo plazo. Al mismo tiempo, todo lo que hagamos estará condicionado por estos miedos, que limitarán en gran parte nuestra libertad para actuar en situaciones que lo requieran.
Reírse del coco
Por eso nos gusta tanto, a los seres humanos, invocar a brujas, fantasmas y muñecos diabólicos de vez en cuando, en fiestas como Halloween. Tengo que darle la razón a mi sobrino Leo. La celebración del 31 de octubre es realmente fantástica, porque nos permite ponerle cara horripilante a los monstruos que nos aterran, reales o imaginarios, y transformarlos así en ridículos fantoches de los que burlarnos. Y tiene aun más sentido, si cabe, en este 2020 de espanto, con el maléfico virus acechando en cada superficie, en cada espacio cerrado, en cada palabra pronunciada. ¿No llevamos todo el año enmascarados? Hay incluso mascarillas temáticas.
La fiesta de las brujas y los monstruos nos proporciona una oportunidad para reconocer nuestros miedos, e incluso de crecernos ante ellos. En vez de ignorar la muerte, la enfermedad, la sangre, la violencia, las arañas y todo aquello que nos provoca espanto, las colocamos por un día (bueno, casi un mes entero ultimamente) en el escaparate. Y lo paradójico es que al mirar estos horrores de frente, al meternos incluso en su piel descolorida, en sus huesos expuestos, en su carne purulenta, pierden algo de su poder.
Es justamente la actitud que cultivamos en Mindfulness: enfrentarnos a la realidad tal y como es, sin dejar fuera aquellos aspectos que nos puedan desagradar, que son incómodos, dolorosos o abiertamente terroríficos. Incluso la muerte, que en la tradición budista se contempla de forma concreta en una sofisticada serie de meditaciones conocidas como Maranasati. Al fin y al cabo, ¿qué puede dar más valor a la vida, a cada momento y cada oportunidad, que su fin inexorable? En este texto, Frank Ostaseki, fundador del Zen Hospice Project, lo explica así:
No podemos estar verdaderamente vivos sin mantener una conciencia de la muerte.
La muerte no nos espera al final de un largo camino. La muerte nos acompaña siempre, en la misma médula de cada momento que pasa. Ella es la maestra secreta que está oculta a la vista de todos. Ella nos ayuda a descubrir lo que más importa. Y lo bueno es que no tenemos que esperar hasta el final de nuestra vida para hacer realidad la sabiduría que la muerte tiene que ofrecernos.
Y si Frank no te convence, quizás lo hagan estos fantasmillas de Woody Allen. ¡Feliz Halloween!