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En mi anterior post, reflexioné sobre una frase que se me atribuye: “La vida es maravillosa, pero hay que saber maravillarse”. No sé si realmente será mía, pero desde luego me gusta. Efectivamente, hay mucha maravilla por ahí fuera, y el problema suele ser que no nos damos cuenta, en buena parte por culpa del fenómeno psicológico de la “habituación”, la tendencia a acostumbrarnos a todo lo que ya hemos experimentado unas cuantas veces, desde la misteriosa belleza de la luna a los prodigios tecnológicos que te permiten leer estas líneas, o incluso un sencillo y refrescante vaso de agua.

La cuestión que quiero abordar en este post es la siguiente: ¿es posible superar esta tendencia? ¿podemos los seres humanos desprendernos del aburrimiento que nos produce lo ya conocido y empezar a alucinar con todo como hacen los niños y las niñas? Y si es así, ¿en qué fila hay que ponerse para comprar los billetes? Sin duda, estamos hablando aquí de uno de los elementos fundamentales de la felicidad.

Viaje a un planeta extraño

Hay un ejercicio que facilitamos en la primera sesión del curso de Reducción del Estrés Basado en Mindfulness que suele ser bastante revelador. Consiste en analizar, con los cinco sentidos, un objeto cotidiano como si fuera la primera vez que nos lo encontramos. De hecho, solemos animar a los participantes a imaginar que han aterrizado en un extraño planeta, y que al encontrarse con este objeto deciden investigar su naturaleza.

SPOILER: Lo que repartimos es una uva pasa.

O mejor dicho, repartimos algo que normalmente suele clasificarse como “uva pasa”, con todos los prejuicios, ideas, asociaciones y actitudes que normalmente la acompañan. A mí, por ejemplo, las uvas pasas siempre me han producido un cierto disgusto. Si me ponen delante un trozo de panettone, soy de los que se comen el bizcocho y van dejándose las uvas en una esquina del plato. Por lo tanto, la primera vez que me tocó someterme a este ejercicio del MBSR, no me hizo mucha gracia el asunto.

Pero como digo, la idea es enfrentarse a esto no como si “ya supiéramos” lo que es, sino como si no tuviéramos ni idea de qué se trata. Desde la ignorancia absoluta, la curiosidad y el ánimo de investigar algo nuevo con todas las herramientas disponibles.

Una investigación en profundidad

Si tienes en la despensa un tarro con uvas pasas, te invito a probar el ejercicio con este “extraño objeto” delante. Y si no, puedes probar con algún otro pequeño bocado, como un gajo de mandarina o un trozo pequeño de galleta. Tras lavarte las manos concienzudamente (algo hemos aprendido con esto del Covid-19) puedes empezar…

Primero se emplea la vista. ¿Qué forma tiene el objeto? ¿Qué colores? ¿Qué brillo o falta de él? ¿Qué nivel de opacidad o transparencia? ¿A qué recuerda? ¿Qué palabras podrían usarse para describirlo?

A continuación se aplica el tacto. ¿Es suave, áspero, rugoso, pegajoso? ¿Qué te dicen tus dedos de su tamaño y forma?

Ahora el oído. Acercándolo a una oreja, puedes moverlo o aplastarlo para ver si emite algún sonido. En el caso de la pasa, quizás te sorprenda escuchar una especie de chisporroteo al manipularlo entre los dedos.

Llegó el momento de analizarlo con el olfato. Te lo traes bajo las fosas nasales e inhalas varias veces, tratando de impregnarte de su aroma. ¿Cómo es el olor? ¿A qué te recuerda?

Finalmente, si te atreves (en mi caso me costó), te lo colocas en la boca. Primero entre los labios. Luego sobre la lengua, moviéndolo de un lado al otro, sin ninguna prisa, tratando de aprovechar a fondo este auténtico laboratorio químico que es la boca humana. Y finalmente, con mucha lentitud y atención, empezando a morder y despedazarlo, para ver qué información añadida puedes extraer sobre su consistencia interna y externa, y por supuesto su sabor, antes de deglutir.

Si pruebas este ejercicio, es posible que descubras algo que no conocías. Por lo menos, es bastante más probable que si te acercas a una “uva pasa” vulgar y corriente, como algo que “ya conoces”. Incluso puede que te asombre cuanto te quedaba por conocer de ESTA uva pasa. 

Personalmente, a mí me ha cambiado radicalmente mi relación con las pasas. Como contaba, al inicio me producían un cierto rechazo. Pero al realizar este ejercicio en numerosas ocasiones, como participante en MBSR y como facilitador de este curso, he ido redescubriendo esta pequeña fruta deshidratada, o más bien conociendo individualmente a cada ejemplar, de tal forma que ahora me resulta bastante más agradable la experiencia. Sigo prefiriendo el helado de pistacho, desde luego, pero debo reconocer que la “idea” que tenía de las pasas no se correspondía del todo con la realidad que he ido investigando.

Es uno de los muchos regalos que me ha proporcionado el mindfulness.

Cultivar la curiosidad

Las prácticas de atención plena nos permiten cultivar la curiosidad, una actitud que vuelve interesante hasta lo más aburrido. Al dedicar horas y horas a prestar atención a algo tan “conocido” como la respiración, o ese cuerpo que nos acompaña día y noche, o los sonidos cotidianos que nos rodean, nos permiten sacarle brillo y color a ese mundo que nuestro cerebro de simio del Siglo XXI considera absolutamente gris.

¿Qué sucedería si no te acostumbraras a las cosas? ¿Al vuelo de los aviones que te fascinaba a los cinco años? ¿Al tacto suave de tu sofá, ese que tanto te impresionó en la tienda cuando fuista a comprarlo? ¿A la belleza de la primavera? ¿A los ojos de tu hija?

De pronto, el mundo se llenaría de maravillas.

Al parecer, esto es exactamente lo que sucede en el cerebro de los meditadores de larga experiencia: personas que han dedicado media vida a cultivar la curiosidad hacia lo más anodino. Uno de los primeros estudios sobre la meditación encontró en 1966 que un grupo de 48 monjes de la tradición zen no parecían habituarse a una serie de sonidos repetitivos, a diferencia de un grupo de control. Cada vez que sonaba un nuevo tono, el electroencefalograma mostraba la misma reacción en el cerebro de los meditadores, como si fuera la primera vez que lo escuchaban. Recientemente, otro estudio similar de la psicologa británica Elena Antonova ha aportado nuevas evidencias de este efecto, en este caso con monjes de la tradición budista tibetana. En este caso, se midió el reflejo de parpadeo ante un ruido fuerte que se repetía una y otra vez. En personas con poca experiencia meditativa, el reflejo se atenuaba mucho tras repetirse el sonido unas cuantas veces, mientras que entre los meditadores avanzados el parpadeo involuntario se mantenía mucho más fuerte. Era como si cada momento, para ellos, fuera realmente nuevo.

En el zen, hablan de la mente del principiante. Que podía bien llamarse también la “mente del niño de 2 años”. O la “mente del poeta”. Uno de los poetas zen más célebres, Wuman Huikai, escribió los siguientes versos en China hace unos 800 años:

Diez mil flores en primavera
La luna en otoño,
Una brisa fresca en verano,
La nieve en invierno.
Si tu mente no está enturbiada
Por cosas innecesarias,
Ésta es la mejor estación de tu vida.

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