¿Qué es el estrés?

¿Qué es el estrés?

En este Siglo XXI de incertidumbre y sobresaltos, el estrés parece que sólo va a más: pandemias, cambio climático, guerra en Europa y un panorama económico de escalofrío. ¡No nos faltan ni los OVNIS que ahora el congreso norteamericano ha pedido que se investiguen! (Afortunadamente, tampoco hay pruebas consistentes de que estén pilotados por xenomorfos insectoides como los de la película Alien y sus secuelas).

Todo esto se añade al estrés cotidiano que ya teníamos, claro, y que nos ataca diariamente al encontrarnos con un atasco, una avispa, una avería del móvil o un alto directivo que acaba de leerse la prensa financiera. Cuando digo que nos «ataca», no exagero. Porque al hablar del estrés agudo, hay que recurrir a metáforas violentas y catastróficas: huracán emocional, explosión de rabia, puñetazo en el estómago, congelamiento cerebral, incendio en el cuerpo, disparo de adrenalina, ahogamiento de la voz, inundación de sudor.

¿De qué profundo infierno llega esta reacción tan desagradable? ¿Qué es, en definitiva, esto que llamamos el estrés?

¡Benditos nervios!

En realidad, cada día que vivimos y respiramos en este planeta deberíamos agradecer la existencia del estrés (y mas concretamente lo que suele denominarse el estrés agudo). Si has sobrevivido hasta leer estas líneas es porque este mecanismo de alarma corporal te ha salvado de mil caídas, choques, golpes, posibles asaltantes y demás peligros. Y no solo a ti, sino también a tu madre, a tu padre, a tus abuelas, bisabuelos, tatarabuelas y así sucesivamente hasta las primeras formas de vida que trataban de escapar del excesivo frío o defenderse de algún depredador. Desciendes de una larguísima y afortunadísima estirpe de supervivientes que se salvaron incontables veces gracias a un sistema de emergencia realmente ingenioso.

Cuando te asalta el estrés, parece como que pierdes el control y algo en ti te empuja hacia una de tres posibilidades:

  • Luchar: cierras los puños, vociferas y sueltas palabras malsonantes.
  • Huír: saltas como una acróbata, corres como un atleta y chillas como un mono en plena selva. 
  • Paralizarte: te congelas, con la cabeza hecha un lío, absolutamente incapaz de actuar. 

Efectivamente, este sistema de “Lucha o huida” (o en su versión completa “Lucha, huida o parálisis”), que describió en 1932 el fisiólogo de Harvard Walter Cannon en su libro La sabiduría del cuerpo, no pide amablemente tu permiso. Te secuestra, literalmente, el cerebro. 

¿Su excusa? Lo hace solo en “situaciones de emergencia”: cuando detecta una amenaza importante. Si te vas de picnic, pasas un rato agradable con tus amiguetes bajo un sol espléndido y no os molestan ni las abejas, este mecanismo te dejará disfrutar en paz. Pero si por el contrario te mandan a una arriesgada misión a LV-426, una luna del sistema Zeta Reticuli, y ahí descubres que los alienígenas xenomorfos insectoides sí existen, puedes prepararte para experimentar el estrés agudo un día sí y el otro también. En cuanto detectes la más mínima señal de un exoesqueleto negro, tu sistema de alarma corporal tomará el mando para que puedas reaccionar al instante con todo el armamento que tengas a mano.

El mecanismo lo gestiona el sistema nervioso autónomo, que como su nombre indica es autónomo, o sea que va por su cuenta y hace lo que le da la gana, no lo que tú quieras que haga. De hecho, a veces hace exactamente lo contrario de lo que tú quieres que haga. Pero en el caso de estos horripilantes aliens, probablemente te venga bien.

Veamos como funciona…

Alarmaaaaaaaa 

El sistema sigue los siguientes pasos:

1. Tu mente interpreta que se trata de una situación de emergencia. ¿Cómo? Los psicólogos Susan Folkman y Richard Lazarus fueron los primeros en proponer que se trata de un cálculo (muy rápido) que compara el nivel de amenaza con los recursos disponibles. ¿Un alienígena de dos metros de altura con ácido corrosivo en las venas? ¡Eso no es nada para la Lugarteniente Ellen Ripley y su equipo de marines, armados hasta los dientes! Pero ¿20 o 30? Eso ya es otra cosa: ¡una emergencia bien seria! (AVISO: Si no has visto la película, que sepas que el visionado de la siguiente escena es suficiente para subir tu tensión arterial).

2. La amígdala cerebral desencadena la alarma. La amígdala es una especie de “radar” que detecta no solo las amenazas sino cualquier elemento en el entorno especialmente interesante. Los espantosos xenomorfos, desde el punto de vista de la superviviencia, son MUY interesantes, y por eso la amígdala hará lo posible por que te dejes de tonterías y les prestes TODA tu atención.
3. 
El hipotálamo (una pequeña glándula en el centro de tu cabeza) activa el sistema nervioso autónomo.
4. El sistema nervioso autónomo difunde la alarma en todo el cuerpo. Para ello usa señales químicas (como la adrenalina y el cortisol) y eléctricas (a través de canales como el nervio vago). Estas señales actuan a toda velocidad para encender ciertos sistemas y apagar otros.

Lógicamente, lo que se pone en marcha es todo aquello que necesitas para enfrentarte, escaparte o esconderte de esas imponentes criaturas extraterrestres, como por ejemplo:

  • La respiración (“¡más oxígeno!”)
  • La circulación sanguínea (“¡que circule el combustible!”)
  • La vista (“¡abre bien las pupilas, que hay que saber exactamente dónde están!”)
  • El sistema musculo-esquelético (“lucha, corre o congélate, ¡pero YA!”).
  • Un proceso de inflamación en la piel (“¡preparados para cualquier infección si hay un corte!”).

Al mismo tiempo, y para ahorrar energía, se sacrifican sistemas que durante el “estado de alarma” pasan a un segundo plano:

  • El sistema inmunológico (“¡primero los aliens… ya nos encargaremos luego de los virus!”).
  • La sexualidad (“¡no es momento para juegos!”)
  • Procesos cognitivos como la creatividad, el análisis o la memoria (“¡no hay tiempo para brainstormings!”).
  • El sistema digestivo (“¡suelten lastreeeeee!”).

A todo esto se añaden otros mecanismos típicos del sistema, como pegar gritos (la clásica sirena de alarma para pedir ayuda y asustar a esos bichos gigantes… si es que tal cosa es posible) y la sudoración (para prevenir una excesiva temperatura corporal). 

Un sistema imperfecto

Este sistema de alarma, aunque sin duda maravilloso, no es perfecto. Como bien sabes por experiencia, a menudo se dispara sin buen motivo —como sucede con cualquier alarma de seguridad. Por ejemplo, si te has atrevido a visionar la escena de la película Aliens, es probable que se te haya acelerado el corazón y se te hayan abierto los ojos de par en par (¡mira que te lo advertí!). En las películas de terror, el público suele dar verdaderos saltos en los asientos del cine, por no hablar de los chillidos. ¿Cuántas veces nos asustamos por un ruido extraño en medio de la noche, un encuentro inesperado o el ladrido de un perro detrás de una verja?

Aquí podemos ver hasta qué punto se encienden las alarmas de las víctimas de un bromista vestido de tiranosaurus rex, uno de los monstruos más espantosos que sí han existido en nuestro propio planeta…

Lo que más hace gracia de esta broma es que “todo el mundo sabe” que los dinosaurios se extinguieron hace 65 millones de años. Sería absurdo pensar que un monstruo prehistórico pudiera realmente pasearse por el pasillo de una oficina en busca de su desayuno. Pero es que el mecanismo de lucha-huida-parálisis no te permite pensar racionalmente. El sistema nervioso autónomo te secuestra el cerebro y acabas actuando de forma descontrolada. 

Desafortunadamente, éste no es el único problema del sistema. En el siguiente post me centraré en sus numerosos defectos, sobre todo para los seres humanos: la especie más neurótica del planeta. 

Carta abierta a Vladimir

Carta abierta a Vladimir

Querido Vladimir,

Perdona que te llame así, y no Comandante Putin, o Camarada Supremo Putin, o Su Inmensa y Putintísima Excelencia Presidencial de la Federación Rusa. Pero es que no quiero hablar con ninguno de esos tipos, cabecillas de un régimen autoritario, represivo y belicoso más surreal que cualquier ficción distópica, que ordenan el asesinato de sus oponentes al más puro estilo mafioso y que montaron ataques cibernéticos para alzar al poder a un personaje tan impresentable como Donald Trump entre otros intentos para desestabilizar la democracia en el resto del planeta.

Me dirijo más bien al inocente Vladimir, o Vladik o Vlad, o como sea que te llamaban antes de cumplir los 10 años, antes de que adquirieras tu ristra de títulos altisonantes, antes de ingresar en la KGB, antes incluso de apuntarte al boxeo, el sambo y el judo para protegerte de los malotes que te acosaban en las calles de Leningrado durante la terrible posguerra rusa.

Supongo que estos últimos te arrojaban apelativos aún más feos: DURAK (idiota), LOH (pringao), o MUDAK (gilipollas). Sospecho también que tales insultos no fueron lo peor del asunto. Algo terrible debieron hacerte esos canallas para que te dedicaras al a las artes marciales con tanto ahínco, llegando a hacerte con el cinturón negro de judo; para que ahora sientas la necesidad de mostrar tus pectorales, tu escopeta y tus trofeos de caza cada dos por tres; para que se te endureciera tanto el corazón y se te volviera la mirada tan fría. Y sin embargo, ¿cómo culparles? Sin duda estos bullies hacían lo posible, como tú, por sobrevivir entre la miseria y las enormes ratas de la ciudad, sufriendo incontables humillaciones propias. En tales circunstancias, imagino que es fácil caer en el Lado Oscuro.

¿El Lado Oscuro? Pues mira Vladimir, me refiero a Star Wars, una serie de películas que desafortunadamente prohibieron en la URSS junto a casi todo el cine occidental, y que por lo tanto nunca llegarías a ver. Te explico: es la historia de un tal Anakin, un niño rubio como tú, con una infancia tan difícil como la tuya, que se deja llevar por la tentación del odio y la venganza. Con los años se convierte en un poderoso lider temido en toda la galaxia por su crueldad: Darth Vader. Aunque no hayas visto las pelis, seguro que te suena la historia. De hecho, en las redes sociales te comparan a él (supongo que tu ejército de ciberespías conocerá bien los memes, como esta marcha imperial o este retrato).

Mi amigo Tom… y tú

En fin, Vlad, te escribo para hablarte de mi mejor amigo de cuando yo aun no había cumplido los 10 años: Tom. Conocí a este simpático irlandés-americano poco después de aterrizar en Los Ángeles, California, junto con el resto de mi familia. Mis compañeros también se metían a veces con este chaval un tanto desastroso que a menudo llegaba al colegio totalmente despeinado y con el jersey manchado por las cagadas de su loro. Era, como yo, enclenque y pringadillo, y quizás por eso nos hicimos tan amigos. Pero cuando se burlaban de él, respondía siempre con un inquebrantable sentido del humor —una gran forma de evitar el Lado Oscuro. Sus imitaciones de los Monty Python (en particular sus lanzamientos a la piscina “estilo monje”) se hicieron míticas.

Hoy, Tom tiene el corazón —su enorme corazón— roto. Y es culpa tuya, Vladik (bueno, de tu futuro yo: el Comandante, Camarada y Presidente Muy Supremo Putin). Tom se acaba de convertir en parte de esa marea humana que en estos días huye precipitadamente de Ucrania, su hogar desde hace 8 años. Al parecer acabas de ordenar que tu ejército invada este país soberano y democrático, con unos pretextos aún más patentemente falsos que los que emplearon George Bush y sus secuaces para bombardear Iraq en 2004. Que ya es decir.

Tom ha tenido mucha suerte: vivía cerca de la frontera occidental del país, y pudo escapar casi en seguida. Me ha contado por Whatsapp que se encuentra de momento a salvo en Eslovaquia, aunque bastante traumatizado y sin saber muy bien que hará ahora con su vida. Como cualquier otro refugiado que acaba de abandonarlo todo, supongo. De momento ha colgado un post en Facebook tratando de explicar su dolor y pedir ayuda entre sus amistades. Cuenta que tras visitar el país por primera vez en el año 2014, poco después de la revolución de Maidan, se quedó tan prendado del lugar y de su gente alegre que dejó su trabajo en los Estados Unidos y se mudó a la ciudad costera de Odessa. Fue algo así como un flechazo cultural.

Según Tom, amante de la cerveza, la risa y el bullicio, Ucrania es uno de los lugares más fáciles del mundo para hacer amistades. Y ahora toda esta gente que lleva en el corazón, con los que hace pocos días brindaba y reía, están tratando de escapar de las bombas con sus familias, o preparándose para aguantar y luchar en una guerra de las de verdad, con heridos de carne y hueso al descubierto. En pocos días, ya se cuentan cientos de víctimas mortales de todas las edades. Igual que cuando irrumpió en el mundo el Covid-19, nadie quiso creer que la invasión llegaría de verdad hasta que llegó. Tom me aseguró hace un par de semanas que no me preocupara. Que Putin estaba loco, pero no TANTO.

YO SOY TU HERMANO… (aunque reconozco que me da repelús pensarlo)

Fue con Tom que escuché a Darth Vader decir a Luke Skywalker, en un cine de Los Ángeles, eso de que “YO SOY TU PADRE”. Tres años después, cuando se estrenó el Retorno del Jedi, asistimos atónitos a la lucha interna de este hombre medio mecánico que finalmente logra derrotar al Lado Oscuro que llevaba dentro y salvar a Luke y a toda la galaxia de un destino funesto. (Perdona, por cierto, que te haga tanto spoiler, pero bajo las circunstancias creo que está más que justificado). Al final resultó que Vader no era un malvado sin más. Tras la máscara se encontraba un hombre con el corazón averiado. La película nos hizo reflexionar a Tom y a mí que quizás todos los malvados tenían el mismo problema.
Esta reflexión es la raíz misma de diversas tradiciones éticas y religiosas. La práctica de Mindfulness nos la recuerda constantemente, ya que observarse implica descubrir el Lado Oscuro que todas las personas llevamos dentro, junto con el luminoso. Basta prestar atención al mundo interior durante pocos minutos para encontrarse con los miedos, las frustraciones, la impaciencia, los prejuicios, las envidias, los egoismos, las maldades… y por el otro lado con una perspectiva de amplitud, una calma inmensa, una “fuerza” interna capaz de acogerlo todo sin dejarse arrastrar por ello. La lucha entre estos dos aspectos es el eterno combate del ser humano.
 
Descubrir este combate en uno mismo constituye una gran cura de humildad, y ayuda a ser compasivo con los demás –un primer paso para construir ese mundo de paz, igualdad, entendimiento y solidaridad con el que todos y todas soñamos. Aunque confieso que ser compasivo con Vladimir Putin me resulta especialmente difícil, y más en estos momentos. Imaginar que este señor de la guerra es mi hermano (como asegura el cristianismo) o incluso un primo más o menos lejano (como asegura el darwinismo) me provoca el mismo horror que sintió Luke al descubrir su historia familiar.
 
Por eso hablo contigo, Vlad, que me cuesta menos. ¿Sigues ahí dentro, detrás de esa espantosa máscara que suele colocarse tu patrón? ¿Se da cuenta de lo que está haciendo? ¿Quieres decirle algo a ese monstruo con el que convives?
 
Te lo pido por Tom, por cada una de sus amistades ucranianas, por las familias y amistades de cada una de ellas (muchas de ellas rusas como es lógico), y así sucesivamente hasta alcanzar a toda la humanidad. Porque al final, cuando tenemos en cuenta a cada una de las personas que cada persona guarda en su corazón, resulta que estamos todos y todas unidas, hermanadas, sí, y que urge hacer lo posible por cuidarnos en esta vida que ya tiene bastantes dificultades e incluso horrores, sin que tengamos que añadirle una ración añadida.
 
Vladimir: si el Comandante Putin ha ordenado esta locura, sea cual sea el pretexto, no tengo ninguna duda de que su corazón está averiado. La avería tendrá su historia, sin duda. Quizás tenga que ver con esos insultos, esas humillaciones, esa miseria que viviste en la URSS en los años 50. Pero ¿es que vas a permitir que otras niñas y niños ucranianos ahora vivan nuevas miserias, y que brote una vez más el odio y la venganza en la siguiente generación?
 

Llegó tu momento

Siéntate con él, Vlad. Explícale que ya ha perdido su infame guerra. Plántate delante de su camino como este valiente ucraniano que intentó detener a los tanques rusos con su cuerpo vulnerable. Dile que te mire a los ojos. Que encuentre tu mirada angustiada en los ojos de cualquier niño de Kyiv. Que vea reflejada en las lágrimas de terror esa máscara escalofriante del bully global que hoy asociamos con el nombre de Vladimir Putin.
 
Y que se asuste de verdad.
 
Puede que no te creas capaz. Dudarás que algo así sea posible. Yo también lo dudo. Sin embargo, cosas más extrañas han sucedido. En los años ochenta, Tom y yo nos despertábamos con angustiosas pesadillas que nos mostraban la destrucción nuclear de nuestra ciudad de Los Ángeles por parte de los misiles soviéticos, y supongo que también te habrás despertado alguna vez, con el pijamita empapado y la misma visión de Leningrado incinerada en la cabeza. Sin embargo, a finales de esa década caía el muro de Berlín y desde entonces los arsenales nucleares a nivel mundial se han reducido en más de un 80%. Las canciones de los Beatles, prohibidas en la Unión Soviética al igual que Star Wars, finalmente llegaron hasta la Plaza Roja de Moscú en 2003, cuando Paul McCartney dio un histórico concierto en el que todo el público coreó su Back in the USSR.
Estuviste en ese concierto, Vlad (Te he pillado disfrutando a tope en el segundo 0:15 del vídeo). Fuiste tú ¿verdad? Y no el Comandante, que en esa ocasión tuvo que acompañarte a regañadientes. Sé de buena tinta que adoras a los Beatles, que escuchabas las grabaciones piratas en la era soviética, y que debajo de esa pose de tipo duro, tu corazón se derrite con canciones como Yesterday.

 

Give peace a chance, Vladimir. We can work it out. Life is very short, and there’s no time for fussing and fighting, my friend. All you need is love. You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one.

 

Mientras tanto, vamos a por ti, que lo sepas (bueno, a por el Comandantísimo tal y tal). No solo el pueblo ucraniano y mi buen amigo Tom, sino todos los seres humanos que defendemos la paz, la libertad, la igualdad y la democracia. En este esfuerzo, intentaré no dejarme llevar por el Lado Oscuro, como recomendaba el monje zen y activista Thich Nhat Hanh a sus compañeros durante la Guerra del Vietnam en este poema…

 

RECOMENDACIÓN

Prométeme,
prométeme hoy mismo,
prométeme ahora,
con el Sol en lo alto
justo en el cenit,
prométeme:
aun si te abaten
con una montaña de violencia y odio,
aun si te pisan y aplastan
como a un gusano,
aun si te rompen y destripan,
que recordarás, hermano,
recordarás
que el hombre no es nuestro enemigo.
Lo único digno de ti es la compasión:
invencible, ilimitada, incondicional.
El odio nunca te dejará enfrentarte a la bestia en el hombre.
Y un día, cuando te enfrentes a esta bestia solo,
con tu valor intacto, los ojos tranquilos,
llenos de bondad, (aunque nadie los vea),
de tu sonrisa
nacerá una flor.
Y aquellos que te aman
te estarán contemplando
a través de diez mil mundos de nacimiento y muerte.
Solo de nuevo,
caminaré con la cabeza inclinada
sabiendo que el Amor es ahora Eterno.
Sobre el largo y duro camino,
el Sol y la Luna
seguirán brillando.

 


La sabiduría del Halloween

La sabiduría del Halloween

Estamos en un momento francamente terrorífico: la segunda ola del Covid amenaza con superar a la primera, en Estados Unidos se acercan unas elecciones de infarto, y ayer se produjo el segundo ataque terrorista en Francia en dos semanas.

Pero mi sobrino Leo está feliz, porque mañana es Halloween.

Leo, de 8 años, está obsesionado con la fiesta de los monstruos. De octubre a octubre sueña con el disfraz que usará para aterrorizar a todo el barrio. Dice que es “buenísimo asustando”. Y a juzgar por su nueva máscara, pintada por él mismo, en 2020 va a asustar mejor que nunca. (Nota: no enseño su creación en este post porque asusta de verdad. Pero los valientes que se atrevan pueden pinchar aquí)..

Antes de nada, quiero aclarar que Leo es un niño con cara de ángel, alegre, obediente, de buen corazón y con una gran sensibilidad artística y musical. Pero le ha fascinado siempre lo terrorífico. A los dos años, cuando sus padres querían entretenerle con Youtube, descubrieron que la estrategia no funcionaba ni con Disney ni con Barrio Sesamo. Lo que mejor le tenía calladito eran los horripilantes documentales de National Geographic sobre “añañas” enormes y peludas. Luego, a los cuatro años, descubrió el vídeo Thriller de Michael Jackson, y a partir de entonces solo hablaba de “zomis”. Con el Lego ha construido siempre lo que llama “casas rotas” —ruinas repletas de esqueletos, monstruos y algún ataud de vampiro. Y se conoce las tramas de una infinidad de películas y series que evidentemente no ha visto (ni verá hasta la adolescencia, espero), entre ellas Chucky, IT, The Walking Dead, Pesadilla en Elm Street, y por supuesto Halloween.

Quizás Leo sea un caso extremo (sus padres a veces se preocupan, por no hablar de su abuela), pero su fascinación con lo monstruoso es bastante habitual. No es por nada que tengan tanto éxito las pelis de terror, o que el octubre de calabazas talladas, telarañas decorativas y “truco o trato” se haya extendido por todo el planeta en las últimas décadas. En prácticamente todas las culturas humanas hay ritos, leyendas, monumentos y prácticas que giran alrededor del miedo, incluso del miedo más terrorífico de todos: el de la mismísmima muerte. Mucho antes que las máscaras de payasos asesinos, ya teníamos las tradicionales de demonios, brujas, fantasmas y trolls.

Cuidado con Chucky

El miedo tiene mala prensa, pero hay que decir que es maravilloso. ¿Alguna vez te has dado cuenta? Esta emoción, asociada a nuestro sistema de “lucha o huida”, es capaz de activar, casi al instante, todo un sistema de alarma diseñado para salvarnos de un peligro inminente. No hay más que ver cómo saltan, chillan y huyen las víctimas de esta pesadísima broma en la que Chucky, el Muñeco Diabólico, parece salir del cartel de su película. Si me gastan a mí una broma de este tipo, me da algo.

Lo de Chucky es una broma. Pero nuestro organismo no se anda con bromas. En una emergencia, la diferencia entre la vida y la muerte puede decidirse en fracciones de segundo. No hay tiempo para reflexionar, hacer un brainstorming con postits o pedir consejo por Whatsapp a tu grupo de amistades. En cuanto sale de la marquesina ese enano con el cuchillo, hay que salir por patas. ¡Luego ya se verá si era solo una broma de cámara escondida!

Por lo tanto, y por si acaso, inmediatamente toma el control de tu cuerpo el sistema nervioso autónomo —autónomo en el sentido de que no te pide el permiso, como un pilóto automático que agarra el volante en momentos de emergencia. Más concretamente, el hipotálamo (una pequeña glándula en el centro de tu cabeza) activa la rama “simpática” del sistema autónomo (se llama así, aunque de simpática tiene bien poco), desencadenando un envío masivo de señales de alarma a todos los órganos del cuerpo. Estas señales llegan en la forma de impulsos neuronales directos y también de sustancias químicas como la epinefrina (más conocida como adrenalina) y el cortisol.

Se trata de un sistema verdaderamente ingenioso. Al encenderse esta alarma corporal, algunos sistemas se activan mientras que otros se desactivan. Lógicamente, lo que se pone en marcha es todo aquello que necesitas para correr, trepar, golpear y, en general, salvar la piel, como por ejemplo:

  • El sistema circulatorio
  • El sistema respiratorio
  • El sistema musculo-esquelético.

Al mismo tiempo, y para ahorrar energía, se sacrifican sistemas que durante el “estado de alarma” pasan a un segundo plano:

  • El sistema inmunológico
  • El sistema reproductivo
  • Procesos cognitivos como la creatividad, el análisis o la memoria
  • El sistema digestivo (si te «meas» del miedo, o peor, es por esto)

Finalmente, y como bien sabes, puedes sentir unas ganas locas de gritar a pleno pulmón, lo cual viene bien para asustar a Chucky y pedir auxilio a cualquiera que pase por la zona.

Sin duda, esta reacción automática del miedo te habrá protegido de peligros en más de una ocasión. Por otro lado, también es cierto que la rapidez con la que actúa tiene sus desventajas. Por ejemplo, al interpretar tu cerebro que algo es un peligro, no siempre acierta. De hecho, no acierta mucho. Seamos honestos: no acierta casi nunca. En el 99% de los casos, lo que te pega el susto es un portazo por una corriente, un perro que ladra detrás de una verja, un bromista con un cuchillo de goma, o incluso el verdadero Chucky en algunas de sus películas.

Pero aun así, aunque solo te salve la vida una vez de cada cien, vale la pena. La prueba más clara de ello está en la genética no solo del ser humano, sino de la infinidad de especies animales que comparten con nosotros esta reacción automática. En la lucha por la supervivencia, tiene una clara ventaja evolutiva.

La ventaja de ser cebra

Dicho esto, los seres humanos tenemos un problema con el miedo que es exclusivo a nuestra especie. El biólogo Robert M. Sapolsky lo cuenta de forma memorable en su conocido libro Por qué las cebras no tienen úlcera. Imagínate unas cebras en la sabana. Cuando aparecen los leones y se lanzan a por ellas, las cebras probablemente experimentan algo muy similar a lo vivido por las víctimas del bromista disfrazado de Chucky. Al fin y al cabo, estos bellos equinos con traje a rayas también poseen un hipotálamo que regula su propio sistema nervioso autónomo y desencadena un estado de alarma generalizado en momentos de amenaza. ¡No hay más que ver cómo corren en este vídeo (y luchan contra los leones, si hace falta)!

Pero hay una diferencia crítica. En cuanto termina el ataque y los depredadores consiguen su presa o se dan por vencidos, las cebras vuelven a pastar, tranquilamente. Han sufrido un momento agudo de estrés, pero en cuanto se agota la reacción fisiológica, se olvidan y a lo suyo. Como bien sabrás por tu experiencia, en el mundo de los humanos no sería así.

—¡Pero has visto a esos leones!
—¡No me hables! ¡Que horror! ¡Toda esa sangre! ¡No hago más que ver como le devoraban a ese pobre!
—¡La sabana está plagada! ¡Cada vez hay más!
—¿Qué será de nosotras?
—Se han llevado al viejo Anselmo… ¡Seguro que soy el siguiente!
—Mira, mira, siguen ahí a lo lejos, los muy canallas.
—¿¿Dónde??

Podríamos continuar así durante horas, días y semanas. Como hacemos ahora con el Covid 19, con la crisis económica, con las «barbaridades» que hacen o dicen los políticos que no nos caen bien, con el cambio climático, y con las amenazas más cotidianas que nos rodean, desde la música del vecino a los mosquitos veraniegos.

El simio neurótico

Y si fuera solo eso… Porque el cerebro humano, tan sofisticado a la hora de de recordar, imaginar, anticipar y comunicar soluciones ingeniosas, también es capaz de recordar, imaginar, anticipar y comunicar peligros, tanto verdaderos como falsos.

O sea que no solo te estresas si te roban el móvil. Te estresa la idea de que te lo roben. O de que se te caiga. O de que se agote la batería en el momento menos oportuno. O de que te pida esa clave que no recuerdas. O de que hackers se hayan hecho con el control de tu cámara. O de que no haya cobertura, o wifi, o bluetooth. O de que sí haya, y te suene el aviso de Whatsapp en medio de la reunión (¿lo tengo encendido o apagado?). Etc, etc, etc…

En definitiva, somos una especie un tanto neurótica, con una capacidad única para mantener el estrés encendido día y noche. Y lo peor es que no mejoramos con el tiempo. Al contrario, con el paso de los siglos, la complejidad y aceleración de nuestras sociedades han empeorado notablemente la situación. Tenemos tantas cosas que nos podemos pasar las 24 horas del día preocupándonos por cada una de ellas. Hemos creado un sistema tan sofisticado de información que podemos estar enchufados las 24 horas al día a las peores y más preocupantes noticias frescas del planeta. Hay tanta competitividad que podemos dedicar las 24 horas del día al trabajo y aun así quedarnos con la impresión de que vamos muy retrasados en comparación con los demás. Tenemos a nuestro alcance tantos libros, películas, series, videojuegos, eventos culturales, bromitas de Whatsapp y posts en redes que podemos dedicar las 24 horas del día a todo ello, y aun así no llegaríamos a consumir ni un 1% de todo lo que hay. No es de extrañar que las 24 horas del día nos parezcan insuficientes, y vayamos corriendo de un lado al otro, con las agendas a rebosar, y practicando el multitasking.

El verdadero problema es este «estrés crónico». Los ataques de miedo agudo que experimenta cualquier mamífero son desagradables en el momento, pero mientras sean ocasionales, el cuerpo se recupera fácilmente. Si, por otro lado, pasamos la vida siempre medio alarmados, con los sistemas inmunológicos, digestivos y reproductivos bajo mínimos, es evidente que nuestra salud se va a resentir a largo plazo. Al mismo tiempo, todo lo que hagamos estará condicionado por estos miedos, que limitarán en gran parte nuestra libertad para actuar en situaciones que lo requieran.

Reírse del coco

Por eso nos gusta tanto, a los seres humanos, invocar a brujas, fantasmas y muñecos diabólicos de vez en cuando, en fiestas como Halloween. Tengo que darle la razón a mi sobrino Leo. La celebración del 31 de octubre es realmente fantástica, porque nos permite ponerle cara horripilante a los monstruos que nos aterran, reales o imaginarios, y transformarlos así en ridículos fantoches de los que burlarnos. Y tiene aun más sentido, si cabe, en este 2020 de espanto, con el maléfico virus acechando en cada superficie, en cada espacio cerrado, en cada palabra pronunciada. ¿No llevamos todo el año enmascarados? Hay incluso mascarillas temáticas.

La fiesta de las brujas y los monstruos nos proporciona una oportunidad para reconocer nuestros miedos, e incluso de crecernos ante ellos. En vez de ignorar la muerte, la enfermedad, la sangre, la violencia, las arañas y todo aquello que nos provoca espanto, las colocamos por un día (bueno, casi un mes entero ultimamente) en el escaparate. Y lo paradójico es que al mirar estos horrores de frente, al meternos incluso en su piel descolorida, en sus huesos expuestos, en su carne purulenta, pierden algo de su poder.

Es justamente la actitud que cultivamos en Mindfulness: enfrentarnos a la realidad tal y como es, sin dejar fuera aquellos aspectos que nos puedan desagradar, que son incómodos, dolorosos o abiertamente terroríficos. Incluso la muerte, que en la tradición budista se contempla de forma concreta en una sofisticada serie de meditaciones conocidas como Maranasati. Al fin y al cabo, ¿qué puede dar más valor a la vida, a cada momento y cada oportunidad, que su fin inexorable? En este texto, Frank Ostaseki, fundador del Zen Hospice Project, lo explica así:

No podemos estar verdaderamente vivos sin mantener una conciencia de la muerte.

La muerte no nos espera al final de un largo camino. La muerte nos acompaña siempre, en la misma médula de cada momento que pasa. Ella es la maestra secreta que está oculta a la vista de todos. Ella nos ayuda a descubrir lo que más importa. Y lo bueno es que no tenemos que esperar hasta el final de nuestra vida para hacer realidad la sabiduría que la muerte tiene que ofrecernos.

Y si Frank no te convence, quizás lo hagan estos fantasmillas de Woody Allen. ¡Feliz Halloween!

 

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