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Imagina que te encuentras en un velero a la deriva, a la merced de las corrientes, los vientos y el oleaje. ¿Qué haces? ¿Coges el timón? ¿Ajustas las velas? ¿Sacas el mapa? Lo vas a tener difícil si no has observado con detenimiento las fuerzas de la naturaleza, si no dominas las capacidades de tu embarcación, si no has aprendido a orientarte o no tienes claro a dónde quieres ir…

Desafortunadamente, a menudo nos encontramos en una situación similar en nuestra vida cotidiana. Nos arrastran poderosas corrientes de pensamiento de las que apenas somos conscientes. Nos embisten olas emocionales de mil formas y tamaños. Nos empujan, como vientos insistentes, todo tipo de hábitos arraigados que nos confinan a pequeñas rutinas conocidas, de las que rara vez conseguimos escapar.

Y ni siquiera nos damos cuenta. De hecho, actuamos como si no quisiéramos darnos cuenta. Cuando tenemos un minuto libre –un momento precioso de soledad y quietud que podríamos aprovechar para comprobar dónde estamos, a dónde vamos y cómo se encuentra nuestro clima interior– nos apresuramos por rellenar ese minuto con alguna actividad que nos distraiga de nosotros mismos: sacar el móvil, abrir la nevera, fumar un cigarrillo… ¡Incluso las tres cosas a la vez!

Navegar con los ojos abiertos

Mindfulness podría describirse como navegar por la vida con los ojos abiertos y las manos sobre el timón. Requiere familiarizarse íntimamente con el clima interior, asumir el mando de la consciencia y elegir el rumbo en cada momento. Lo cual no resulta nada fácil, desde luego. Al contrario: para lanzarse así a la aventura de la vida, hace falta mucha práctica de navegación.

Es por eso que dedicamos tantas horas a meditar y realizar otros ejercicios de Mindfulness como el yoga o la exploración corporal. Un buen capitán sale a la mar siempre que puede.

El ancla

Uno de los elementos más importantes de un barco es su ancla. De hecho, se emplea como símbolo del gremio marinero, tatuado en mil brazos desde hace generaciones.

En las prácticas de Mindfulness también hacemos hincapié en el ancla. En este caso, se trata de un foco de la atención que sirve para anclarnos en el presente, sobre todo al inicio de una práctica formal, y también a lo largo del día en las prácticas informales. La idea es volver una y otra vez a las sensaciones asociadas a este foco de la atención.

Me gusta esta metáfora porque aunque un ancla sujeta al barco en una zona, permite un cierto movimiento a su alrededor. De la misma manera, durante la meditación, la mente se puede distraer muchas veces, pero cada vez que sucede, puedes volver de nuevo hacia el ancla que has escogido. Es una forma de no alejarse demasiado del momento presente, aunque no consigas mantener la atención clavada al 100% en el presente. Y ya sabemos que mantener la atención clavada al 100% en el presente es tan difícil como hacerte invisible o salir volando por los aires.

Características de un ancla

Un ancla meditativo debería tener ciertas características:

  • siempre accesible
  • fácil de identificar
  • de tono emocional “neutro” —o sea, que no esté asociado con emociones fuertes de ningún tipo

El ancla más clásico en muchas tradiciones meditativas es la respiración, o alguna zona concreta de la meditación: las fosas nasales, el abdomen, el centro del pecho. Las sensaciones asociadas con la respiración están siempre accesibles, suelen ser fáciles de identificar y para la mayoría de las personas no generan demasiada turbulencia emocional.

Sin embargo, hay quien prefiere emplear un ancla distinto, quizás porque tiene algún problema respiratorio o asociación traumática con la respiración que le provoca malestar al concentrarse justamente ahí. Una alternativa sería alguna zona neutra del cuerpo con sensaciones claras, como las manos, los pies, o los puntos de apoyo sobre el suelo o la silla. Otra opción sería concentrarse en los sonidos del ambiente.

Escoger y usar tu ancla

Si no tienes ya un ancla fijo, te recomiendo probar distintas opciones, escoger uno y quedarte con ése. Tampoco importa qué ancla elijas, con tal de que tenga las tres características que he indicado. Lo más importante del ancla es echarlo a la mar siempre que haga falta. Y no solo durante la práctica formal, sino en cualquier momento del día, cuando te sientas un poco a la deriva y quieras anclarte al presente: en momentos de agitación mental o emocional, para poner las cosas en perspectiva; en momentos de disfrute, para saborear mejor los placeres; o incluso en momentos aparentemente anodinos y cotidianos, para investigar si realmente lo son —o si por el contrario, el paisaje de este mar en calma es tan bello y precioso como cualquier otro.

¡Buena navegación!

Nota: Si quieres saber más sobre el ancla, visita mi post Aprende a meditar

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