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Meditar se me da FATAL:
Primeras páginas

Aquí tienes las primeras páginas de Meditar se me da FATAL. ¡Que las disfrutes!

También puedes encontrar online las notas y bibliografía del libro y las prácticas de mindfulness para seres humanos de los de toda la vida (¡que es donde está el verdadero aprendizaje!).

El texto es de Eduardo Jáuregui, las ilustraciones de Alex Monagas, la maquetación de Roser Orra y la edición de Urano (aquí encontrarás una lista completa de agradecimientos).

Dedicado a todas esas personas a las que, como a mí,
se les da FATAL meditar.

 

Mi confesión

 
Meditar se me da FATAL. Tras veinticinco años fracasando en el empeño, creo que ha llegado el momento de confesarlo.
 
Esta misma mañana volví a sentarme sobre el cojín en busca de esa claridad mental y serenidad de espíritu que tanto escasean en nuestro acelerado siglo xxi. Activé una meditación que tengo programada en el móvil: cuarenta minutos de silencio, dividido en espacios de cinco por el sonido de una armoniosa campana tibetana. Adopté una postura bien erguida, con las manos suavemente apoyadas sobre los muslos, y dirigí mi atención hacia el vaivén de la respiración, tratando de conectar con el momento presente.
 
Durante algunos momentos establecí una conexión fortísima, del estilo 500 megabytes por fibra óptica.
 
Al inhalar, estaba ahí.
Al exhalar, estaba ahí.
Al inhalar, estaba ahí.
Al exhalar, estaba ahí.
Al inhalar…
 
¿Estaba ahí? O… ¿dónde estaba? Lamentablemente, la conexión había comenzado a fallar. Se había vuelto tan inestable como la del wifi gratuito de un aeropuerto comarcal. Iba y venía de forma errática, convirtiendo mi sesión en el equivalente meditativo de una de esas videollamadas imposibles: Maripepi… ¿Maripepi? Que te se ha congelao la imagen. ¿Me oyes? ¿A ver? Ahora sí. Espera, que te me has vuelto a congelar. Cuelgo y llamo, ¿vale?
 
De los 40 minutos debí permanecer desconectado unos 39. Una vergüenza, vamos —sobre todo para el director de una escuela de mindfulness. Y lo más bochornoso es que me sucede casi todas las mañanas. A veces lo que me distrae son los nervios por alguna clase que me toca impartir. Otras veces me arrastra mi lista interminable de tareas como profesional autónomo en permanente estado de precariedad. Hoy fue culpa del furor creativo que inspiró estas mismas palabras: mi cerebro parecía echar chispas, como en uno de esos delirantes ensamblajes de enchufes eléctricos que siempre acaban mal en los dibujos animados. En fin, que tengo días mejores y peores, pero reitero lo dicho: meditar se me da rematadamente mal.
 
Siendo así, imagino que te preguntarás:
 
—Pero Eduardo, ¿entonces para qué sigues meditando? ¿Para qué insistir? ¿Para qué tirar por la borda 40 preciosos minutos (¡y a veces más!) de cada día sentado sobre un cojín con cara de pasmarote?
 
No te creas, yo también me lo pregunto. De hecho, he escrito este libro para aclararme un poco las ideas y poder darme de una vez por todas una respuesta contundente, sólida, a prueba de balas. Una respuesta que me ayude a sentarme, mañana por la mañana, sobre mi cojín de meditación. De paso, espero que te ayude a hacer lo mismo, lo hayas probado o no. Me consta que hay mucha gente por ahí que no acaba de verle la gracia al asunto, por muy de moda que se haya puesto.
 
Tras largas reflexiones este verano, y algún baño en el Mediterráneo, he dado con cinco respuestas:
 
1. Vale la pena, a pesar del tiempo y el esfuerzo invertido.
Ya nos lo venían asegurando monjes y místicas desde hace 2.500 años, pero no les hicimos ni puñetero caso hasta que nos lo dijeron los Beatles tras visitar a un gurú barbudo en la India. Personalmente, he podido comprobar que tenían muchísima razón: me ha cambiado la vida incluso más que la llegada del iPhone.
 
2. Estudios de psicología, medicina y neurociencia han confirmado numerosos beneficios. 
Los cerebros de las personas más avanzadas en estas artes parecen de otro planeta. Pero incluso quienes se inician en la práctica ya comienzan a disfrutar de ventajas notables, como la reducción del estrés que tanto nos amarga los lunes por la mañana, y —siendo sinceros— todo el resto de la semana excepto ese rato entre los viernes a las 14:00 y los domingos a las 17:00 aproximadamente.
 
3. No hace falta meditar bien.
Basta ser un meditador más bien regulero, como yo, para empezar a conocer y gestionar mejor tu cuerpo, mente y emociones, disfrutar más de la vida, sufrir lo mínimo indispensable, y tomar decisiones algo menos atolondradas. En definitiva: para irte acercando progresivamente a la mejor versión de ti —esa con la que soñaban tus padres al verte jugar en el parque.
 
4. De hecho, a todo el mundo se le da FATAL meditar.
No te agobies si a ti también te cuesta. Estás en muy buena, y sobre todo muy numerosa, compañía.
 
5. Hay que despertar a la humanidad cuanto antes.
¡Eh, que nos cargamos el planeta! ¡Oiga, que en las guerras la gente se hace daño! ¡Perdone, pero hay niños y niñas que se mueren de hambre! Y un largo etcétera. Meditar no va de adormilarse, sino de despertar a lo que nos rodea, sobre todo a lo más importante —y actuar en consecuencia. Cuanto antes nos pongamos, mejor. Empezando por la persona que tengo más a mano: ¡yo mismo!
 
A lo largo de los siguientes capítulos voy a explicar cada una de estas razones en detalle, y también algunas de las dudas que suelen surgir entre los participantes de mis cursos: ¿hace falta sentarse en la postura del loto? (no) ¿Necesito creer en cosas raras? (en absoluto) ¿Y si no tengo tiempo? (bastan 5 minutos al día para empezar) ¿Qué pasa si me repatea la música ambient y el incienso? (no son imprescindibles), etc.
 
Además, entre capítulo y capítulo voy a invitarte a hacer ejercicios prácticos para que puedas iniciarte en este entrenamiento mental al que ya se han apuntado millones de personas en todo el mundo. Uso esta palabra, “entrenamiento”, porque al igual que con el ejercicio físico los beneficios se obtienen con la práctica regular: idealmente, aunque sea un ratito, todos los días. Tu cuerpo no lo vas a poner en forma corriendo por el parque una vez al mes, y con la meditación sucede algo parecido en relación a tu salud mental.
 
Los ejercicios que encontrarás aquí son perfectamente seguros y saludables si no sufres de alguna patología concreta (como la depresión o la drogodependencia) —tan seguros y saludables como hacer un poco de deporte moderado. Puedes probarlos por tu cuenta tranquilamente, aunque el apoyo de alguna persona más experimentada suele ayudar a sostener y orientar la práctica. Al igual que sucede con el deporte, el entrenamiento meditativo suele ser más desafiante que quedarte en el sofá viendo tu serie favorita. Pero también más beneficioso.
 
Este ejercicio mental no va a resolver todos tus problemas, ni entregarte la felicidad o “la iluminación” en bandeja de plata, pero probablemente te aporte algo valioso, quizás distinto a lo que me ha aportado a mí. Por lo tanto, te animo a probar con un espíritu de exploración, como quien se mete en una nueva aventura. En la página web de mi escuela encontrarás audios y vídeos gratuitos en los que guío estas mismas prácticas, para que puedas seguirlas con más facilidad. Encontrarás códigos QR enlazados a estos recursos a lo largo del libro. Y en la práctica 18 doy algunos consejos generales para orientar tu entrenamiento.
 
Si vas a sacar algo de verdadero provecho leyendo este libro será gracias a estas prácticas. No tengo ningún conocimiento especial que ofrecerte, ningún secreto que revelar (bueno, uno sí: el del capítulo 5). Como científico y como meditador, poseo más dudas que certezas. Por lo tanto, si sólo te lees los capítulos que he escrito te quedarás con un puñado de datos, anécdotas, metáforas y chistes. En ese caso, espero que al menos te resulte medianamente entretenido.
 
Prometo ser 100% riguroso, dentro de mis posibilidades, sobre lo que la ciencia sabe (y no sabe) en relación con estos asuntos. No quiero contarte ninguna milonga, ya que en esta sección de la librería las milongas abundan más que en el Río de la Plata. Al final del libro encontrarás un enlace a 25 páginas de notas en las que explico algún detalle (por ejemplo, ese viaje a la India de los Beatles) y cito mis fuentes. En cuanto a mis propias experiencias como meditador de poca monta, prometo ser honesto al 93% —restando un 5% por licencia poética y un 2% porque todos sabemos que alguna mentirijilla, aunque sea sin darnos cuenta, siempre se cuela.
 
Empezaré por el principio: mi improbable iniciación en estos asuntos tan transcendentales. Sucedió hace mucho tiempo, en un lugar muy, muy lejano…
 
Vi por primera vez La guerra de las galaxias en 1978. Aquello fue como una revelación: caballeros jedi, criaturas alucinantes, rebeldes contra un malvado Imperio Galáctico… ¿Qué más podía desear un niño de siete años?
 
Me quedé tan impresionado que al salir del cine, en la Calle Fuencarral de Madrid, giré la cabeza para contemplar el cartel y me dije:
 
—Cine Roxy B… ¡tengo que acordarme toda mi vida de que vi esta película aquí!
 
Desde aquel día soñé con convertirme en un jedi como Luke Skywalker y entrenar la fuerza con algún sabio barbudo tipo Obi Wan Kenobi.
 
La primera desilusión llegó al recibir mi sable laser de regalo el día de Reyes. Estaba bien para jugar, pero su “hoja de luz” no era más que un tubo de plástico cutre —nada que ver con el alucinante chorro de plasma azulado que zumbaba en las manos de Luke. Poco después tuve que hacerme a la idea de que los jedis no existían, que el maestro Obi Wan era tan falso como los propios Reyes Magos, y que por mucho que lo intentara nunca lograría levitar el Morris Mini de mis padres con el poder de la mente. Mis sueños galácticos se estrellaron contra la dura realidad.
 
Cuando cumplí los veintitrés años, en 1994, mi vida era mucho más aburrida que la de Luke Skywalker a la misma edad. En vez de entrenar con un maestro como Yoda para desarrollar poderes jedi, me estaba volviendo un académico serio y cuadriculado, trabajando día y noche en mi tesis doctoral para el Instituto Universitario Europeo de Florencia. (Si has leído mi biografía, sabrás que versaba sobre el sentido del humor. Pero te aseguro que analizar las películas de Monty Python es mil veces más aburrido que disfrutar de ellas.) Pasaba tantas horas encorvado sobre libros y revistas académicas que comencé a sufrir dolores de espalda.
 
—Deja de quejarte y apúntate a clases de yoga —me aconsejó una chica lista con la que había empezado a salir hacía un par de meses.
 
No le hice caso. El yoga, en los años noventa, no se encontraba en cualquier gimnasio, sino que tenías que aventurarte en una de esas peculiares escuelas fundada por algún swami medio místico con habilidades de contorsionista. Me parecía una excentricidad comparable a los faquires que se tumban sobre pinchos o mastican cristales. Y aunque sospechaba que George Lucas basó su orden de los Caballeros Jedi en disciplinas orientales (el nombre del maestro “Yoda” lo dice todo), a esas alturas de mi vida yo ya dejaba rollos tipo “la fuerza” para la ciencia ficción. Gracias a mi formación como científico me había vuelto tan descreído como el propio Han Solo.
 
Pero los dolores de espalda seguían torturándome, y al final acabé cediendo. Una tarde de otoño me acerqué a un “instituto” de yoga oculto en el interior de un antiguo palazzo, a cuatro pasos del Duomo. Entré en la sala de prácticas lleno de desconfianza, como quien aterriza en un extraño planeta. La atmósfera densa de incienso, la luz tenue y las estatuillas de criaturas grotescas me pusieron los pelos de punta. Vi a gente vestida con túnicas rojas y chales anaranjados. ¿Serían de los que creen en hormigas reencarnadas?
 
Sin embargo, ya no había escapatoria. Durante la siguiente hora y media las pasé canutas, intentando colocar mi cuerpo en posturas que jamás hubiera imaginado posibles. Fue sólo al final de la sesión que descubrí que algo extraordinario había sucedido. Mi espalda se sentía mucho mejor, desde luego, pero eso era lo de menos. ¿Qué le había pasado a mi mente? ¿Sería el efecto del incienso?
 
Me sentía tan relajado como si llevara una semana de vacaciones tumbado en una hamaca entre dos cocoteros, a miles de años luz de mi estresante tesis doctoral. Al salir del centro de yoga, el mundo a mi alrededor —los restaurantes, las tiendas de turistas, la colosal cúpula de Brunelleschi— también parecía haberse transformado, aunque no sabía explicar de qué manera. Lo veía todo más luminoso, o más definido, o simplemente más… real. Mientras caminaba por la vieja ciudad renacentista tenía la fuerte impresión de flotar a dos centímetros de la calle empedrada. Giré la cabeza para contemplar el cartel:
 
—Himalayan Yoga Institute… ¡tengo que acordarme toda mi vida de que di mi primera clase de yoga aquí!
 
Poderes jedi
 
Esa sensación de bienestar y lucidez que tuve al salir de clase fue mi primer presagio de que el yoga no era un ejercicio meramente físico. Después de una segunda sesión, a la que acudí con bastante más interés, el extraño colocón se volvió a repetir —aún más intenso, si cabe. De nuevo, habíamos hecho posturas corporales, ejercicios de respiración y el célebre triple canto del mantra OM. ¿Pero qué estaba sucediendo, realmente, en estas sesiones?
 
Al poco tiempo empecé a practicar todos los días en casa, aunque fuera un poco, sintiéndome como Luke Skywalker entrenando en las ciénagas de Dagobah. Con esta práctica diaria no sólo mejoraron mucho mis dolores de espalda, sino que comencé a desarrollar auténticos poderes jedi. Nada de levitar objetos con la mente, claro está. Pero al fin y al cabo, el verdadero poder de Luke, el que más impresionaba en pantalla, era el autocontrol, la calma en medio de la batalla, la conquista del Lado Oscuro que llevamos todos dentro.
 
Por ejemplo, dejé de ponerme como un wookie enfurecido cada vez que perdía el autobús numero 7 en Piazza San Marco por las mañanas. Al fregar el larguísimo pasillo de mi piso de estudiantes, una tarea que hasta entonces sólo quería quitarme de encima, parecía que estuviera pilotando un X-wing, enchufado de lleno a la Fuerza. En las reuniones con mi director de tesis, un legendario politólogo con un descomunal intelecto y erudición, conseguía tomarme con sentido del humor sus mil y una objeciones, en vez de sufrir los sablazos de Darth Stress en el intestino y tener que salir corriendo al baño.
 
Siempre había sido un chaval nervioso, impaciente, acelerado. Caminaba por la calle inclinado hacia adelante, a toda prisa, como si me persiguiera un batallón de Stormtroopers. Tragaba la comida como un Rancor. Al hablar era peor que C3P0, parloteando tan rápido que me quedaba sin aliento, y sobre todo… sin apenas escuchar. Ahora me daba la impresión de que toda mi vida se iba frenando de golpe, como el Halcón Milenario saliendo del hiperespacio.
 
¿Era sólo una película que me estaba montando con mi habitual fantasía desbocada? Imposible, porque todo el mundo a mi alrededor notaba el cambio. Poco después de defender mi tesis, al incorporarme a una empresa de software en Madrid, un compañero llegó a decirme que mi forma de ser “le transmitía serenidad”. Pensaba que iba de broma, pero cuando vi que el resto del grupo asentía seriamente me quedé pasmado. Fue como la escena final de La Guerra de las Galaxias, cuando le colocan a Luke una medalla por reventar a tiros la Estrella de la Muerte. Mucho más emocionante que recibir mi certificado doctoral.
 
Pero ¿cómo lo había conseguido? ¿Qué tenían aquellos asanas, posturas tan estrambóticas que en algún momento de mi primera clase tuve que contener la risa? ¿Qué secretos habían traído desde la India todos aquellos gurús contorsionistas? Mi lado científico se rebelaba ante ideas como chakras, energías kundalini o cuerpos astrales. Pero por otro lado, si algo había aprendido en mis estudios universitarios era que la mente y la fisiología humanas seguían siendo un enigma. ¿No era posible que los antiguos yoguis hubieran descubierto algunas de sus claves, aún ocultas a la ciencia?
 
Tardé casi dos décadas en obtener respuestas satisfactorias a mis preguntas. En los años noventa, el yoga y la
meditación se estaban difundiendo a la velocidad de la luz, pero apenas existían investigaciones fiables que validaran sus beneficios empíricamente. Más de un cuarto de siglo después, como veremos en el capítulo 4, las cosas han cambiado por completo, y numerosos laboratorios de neurociencia se dedican a desentrañar estos antiguos misterios.
 
El secreto de los yoguis
 
Ahora ya puedo afirmar, sin temor a equivocarme demasiado, que los extravagantes asanas del yoga que descubrí en Florencia no encerraban ninguna magia especial. No hace falta recurrir a chakras ni a energías misteriosas para explicar sus efectos. Tampoco es imprescindible llevar a cabo el Surya Namaskar (el “saludo al sol”) ni cualquier otra configuración. La clave del asunto se esconde en la forma particular de hacer las posturas corporales.
 
Lleva tu atención al estiramiento —repetía una y otra vez Dianella, la amable profesora que guiaba las clases en el Himalayan Yoga Institute—. Observa la respiración. Escucha las sensaciones del cuerpo.
 
Más allá del ejercicio físico, sin duda beneficioso, de lo que se trataba era de dirigir la atención hacia lo que estábamos haciendo. El objetivo, que nos recordaba Dianella incesantemente, casi obsesivamente, era estar ahí: presente, consciente, alerta. El yoga físico es un entrenamiento para darte cuenta, mediante el trabajo corporal, de lo que está sucediendo momento a momento, y también para actuar en consecuencia. Los movimientos son una excusa para recordarte que prestes atención a tu propia vida mientras sucede. Quizás no parezca gran cosa, pero como voy a explicar a lo largo de este libro, para la mayoría de los seres humanos, y más aún en el siglo xxi, supone un cambio absolutamente revolucionario. Era éste el verdadero secreto de los yoguis.
 
La palabra yoga significa “unión”. Proviene de la raíz sánscrita yug, literalmente el “yugo” que une a los bueyes. El propósito del yoga, suele explicarse, es el de unificar el cuerpo y la mente. En vez de hacer una cosa y pensar otra —¿te suena de algo?—, intención y acción se funden por completo. Para la mayoría de los seres humanos, si la mente y el cuerpo fueran bueyes, ¡menudo campo iban a arar!
 
El hatha yoga —la variante más difundida en Occidente, la de las posturas “raras”— es sólo una entre numerosas disciplinas yóguicas, y ni de lejos la más importante. En las escuelas tradicionales suelen citarse como fuente histórica los Yoga Sutras de Patanjali, escritos hace unos 2.000 años. Sin embargo, este compendio de prácticas espirituales, al hablar de asana, se refiere sólo a una postura: la sentada (asana literalmente significa “asiento”). O sea, la postura clásica de meditación.
 
Por lo tanto, en realidad da igual si practicas yoga en postura sentada (lo que llamamos “meditación”) o en toda una serie de posturas más o menos acrobáticas (el yoga “corporal”). Lo importante es el trabajo atencional que unifica cuerpo y mente en una misma intención. Si practicas con la mente concentrada en lo que haces, hay yoga (unión). Pero si te piden que abras la boca, saques la lengua, eleves los ojos y exhales con un “rugido” (Simhasana, la postura del león), y no puedes dejar de imaginarte la pinta ridícula que tienes, no hay yoga —te quedas solo con el bochorno y las ganas de reír que experimenté en mi primera clase.
 
Aunque ya me he acostumbrado a Simhasana (y a cosas bastante más estrafalarias), sigue pasándome mucho eso de hacer yoga sin hacer yoga. En otras palabras, el verdadero yoga se me da FATAL, con mayúsculas, igual que la meditación. No hablo de las posturas en sí (aunque tampoco soy un acróbata del Cirque du Soleil, precisamente). Hablo de colocarme en ellas sin que mi cabeza empiece a agobiarse por una clienta enfadada o a fantasear con la trama de la nueva serie de Star Wars.
 
Este yoga verdadero que tanto me cuesta —dirigir la atención hacia la experiencia del momento— es lo que hoy en día se ha difundido en todo el mundo como mindfulness.

Si te está gustando lo que lees, aquí puedes hacerte con una flamante copia en tres dimensiones, o un ebook si prefieres.

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